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viernes, 14 de agosto de 2009

Creemos en un Dios cercano que interviene en el hoy de nuestra vida con su salvación

Josué, 24, 1-13
Sal. 135
Mt. 19, 3-12


Los israelitas han llegado ya a la tierra que el Señor les había prometido, ahora ya conducidos por Josué después de la muerte de Moisés. Antes de asentarse en aquella tierra tan deseada Josué les plantea seriamente a qué Dios van a servir. ¿Al que les ha conducido por el desierto en medio de grandes prodigios y cosas maravillosas para traerles a aquella tierra o a los dioses de aquellos pueblos con los que van a convivir? ‘Yo y mi casa serviremos al Señor’, es la opción por la que se decanta Josué.
Josué les hace un resumen de su historia que es una historia de salvación, que es la historia de la acción de Dios en medio de aquel pueblo. Les recuerda cómo Dios llamó a Abrahán ‘allá al otro lado del río Eufrates y lo conduje por todo el país de Canaán…’ Les recuerda los grandes patriarcas Isaac y Jacob y su marcha a Egipto. ‘Saqué de Egipto a vuestros padres con los portentos que hice’ y los hice atravesar el Mar Rojo. Finalmente les recuerda todas las dificultades pasadas en los largos años del desierto hasta entregarles la tierra en la que se iban ahora aposentar. No es simplemente la historia humana de Israel, sino que es la historia de las intervenciones de Dios con el pueblo al que ha escogido y al que ama.
Viene a ser como una profesión de fe. El judío no trataba de definir a Dios a partir de ideas o de conceptos, como un filósofo pudiera hacerlo. Dios ha dado, es cierto, razón e inteligencia al hombre para que incluso pueda llegar a descubrir la existencia de Dios. Así lo hicieron los filósofos de la antigüedad que incluso en medio de pueblos politeístas que adoraban a muchos dioses sin embargo hablaban de la existencia de un único Dios verdadero, al que desde la razón podían llegar a vislumbrar.
Pero el Dios en el que cree el pueblo judío es el Dios de la revelación. El Dios que se revela en su actuar, porque cuando confiesan su fe en Dios lo que hacen es recordar toda esa acción de Dios en su historia y en su vida. Luego vendrá desde la reflexión la profundización en ese misterio de Dios que así se les ha revelado, pero el Dios a quien confiesan su fe y al que adoran es al Dios que ha estado cerca de su pueblo, ha escuchado el clamor de su pueblo y ha caminado con su pueblo manifestando así su poder, su gloria y su amor.
Es cierto que nosotros hemos de saber dar razón de nuestra fe y para eso Dios nos ha dotado de inteligencia y capacidad de razonar. Pero creemos en ese Dios que se nos revela y que nos descubre el misterio más hondo de sí mismo en su actuar, en su amor y en su cercanía. Creemos en el Dios que nos ama y nos ama de tal manera que nos ha dado a su Hijo, nos lo ha entregado para por amor darnos vida, alcanzarnos la salvación.
Así como el judío creía en el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, para expresar así el Dios que había intervenido en su historia, nosotros creemos en el Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo que así nos ha manifestado su amor y también se ha hecho presente junto al hombre – es Emmanuel , Dios con nosotros – para nada menos que regalarnos su vida y su salvación.
También nosotros tenemos que hacer un recuento de nuestra historia personal para descubrir ese actuar de Dios en nuestra vida. En cuántos momentos Dios se nos ha manifestado y se nos ha revelado, nos ha regalado con su amor y ha estado junto a nosotros para liberarnos de todo mal. Nos hace falta esos ojos de fe para descubrirle, pero nos hace falta ese reconocimiento desde nuestro corazón, desde lo más hondo de nuestro ser. Bueno es, en nuestra oración, hacer muchas veces ese recuento de esas intervenciones de Dios en nuestra vida, para reconocerle y para darle gracias, para que así surja nuestra alabanza más fresca, más viva y con toda nuestra vida.
Es el Dios vivo, el Dios personal, el Dios de amor presente también en nuestro corazón. Es el Dios que merece nuestro reconocimiento, nuestra alabanza, nuestra acción de gracias y nuestro amor. Es el Dios al que queremos obsequiar toda la ofrenda y obediencia de nuestra fe.

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