1Cor. 10, 31-11,1
Sal. 33
Lc. 10, 1-9
Sal. 33
Lc. 10, 1-9
El creyente no es sólo el que afirma la existencia de Dios. Por supuesto hay que partir de esa afirmación, Dios existe; pero esa afirmación tiene que llevarnos a algo más, implicarnos más en la vida con ella. Puedo afirmar la existencia de algo, pero sentirlo ajeno a mí. Está la realidad de las cosas que están ahí frente a mí, pero que a mi no me implican en nada, porque me da igual su existencia o no.
Por eso digo que el verdadero creyente no es sólo el que afirma la existencia de Dios, sino que además le reconoce como su único Dios, su único Señor. Cuando lo reconozco así es que ya entro en una relación con Dios, porque es mi Dios y mi Señor. Conozco y reconozco su presencia en mi vida y yo me veo implica en la existencia de ese Dios que es mi único Señor.
Entro en una relación con Dios que es ese reconocimiento, pero que es entrar en un trato, en un diálogo con ese Dios, que además sé que me ama y quiere hacerse presente en mi vida. Ese diálogo con Dios al que llamamos oración. Oración que será escucharle pero también hablarle. Relación con Dios que me llevará desde esa escucha a cumplir lo que es su voluntad para mi vida, cumplir los mandamientos. Descubrir que es lo que Dios quiere para mi y realizarlo en mi vida, porque es mi único Dios, porque es mi único Señor.
Relación y reconocimiento que me hará descubrir su amor y las obras maravillosas que El realiza en mi vida. Ello me llevará a la alabanza, a la acción de Dios, a la búsqueda de la gloria de Dios. Y eso, con toda mi vida, en todo momento, con todo lo que hago, siempre para la gloria del Señor.
‘Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca, mi alma se gloría en el Señor… proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre…’, que decimos con el salmo. En todo momento, siempre, en toda ocasión, bendecir a Dios, alabar a Dios, cantar la gloria del Señor. Y lo queremos hacer no sólo nosotros, sino que invitamos a los demás a unirse a esta alabanza, a esta bendición del nombre del Señor.
Es lo que hoy hemos escuchado resumido en una pequeña frase en la palabra de Dios, la primera carta de san Pablo a los Corintios. ‘Cuando comáis, o bebáis o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria de Dios’. Y en ese mismo sentido en la carta a los Filipenses nos dice: ‘Al nombre de Jesús toda rodilla se doble, - en el cielo, en la tierra, en el abismo – y toda lengua proclame: Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre’.
Por Cristo queremos dar gloria a Dios y queremos hacerlo en todo momento, que toda nuestra vida sea siempre para la gloria de Dios. San Ignacio de Loyola a quien hoy estamos celebrando resumía en una frase, como un lema que nos proponía, toda esta gloria que hemos de dar a Dios siempre. ‘Ad maiorem Dei Gloriam… todo para la mayor gloria de Dios’.
Es lo que hemos de hacer en toda nuestra vida. Es lo que queremos hacer cada vez que celebramos la Eucaristía recogiendo todo lo que es nuestra vida, unidos a Cristo. En el momento culminante de la Eucaristía decimos. ‘Por Cristo, con El y en El, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos’. ¡Qué momento más importante! Estamos poniendo toda nuestra vida con Cristo, por Cristo y en Cristo para dar gloria a Dios. ¡Qué importante es el ‘Amén’ que decimos en ese momento! ¡Qué solemnidad y qué grandeza! Nuestro Amén para la gloria de Dios, nuestra vida toda para la gloria de Dios.
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