Conviene que uno muera por el pueblo
Ez. 37, 21-28
Sal. 31
Jn. 11, 45-56
Hermosa profecía la de Ezequiel para escucharla en vísperas de entrar en la semana de pasión que nos conduce a la celebración de la Pascua.
Nos habla el profeta de cómo Dios va a ‘recoger a los israelitas, de las naciones a las que se marcharon… a congregarlos de todas partes…’
Quiere hacer de ellos un solo pueblo, un nuevo pueblo, un pueblo purificado y consagrado; un pueblo que caminará según sus mandatos. ‘Los haré un solo pueblo en su tierra…no volverán a profanarse con sus abominables idolatrías y sus crímenes… los purificaré… caminarán según mis mandatos; guardarán y cumplirán mis preceptos…’
Pueblo con el que quiere hacer una alianza de paz, alianza eterna para siempre; pueblo en el que quiere morar el Señor. ‘Haré con ellos una alianza de paz, alianza eterna pactaré con ellos… y pondré mi santuario entre ellos… y sabrán que yo soy el Señor el que consagra a Israel… ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios…’
¿Cómo va a ser posible todo esto? Creo que entendemos el mensaje y sabemos que la respuesta está en Jesús el que derramó su sangre por nosotros; el que, como diría san Pablo, vino a derruir el muro que nos separaba, el odio, para hacernos un pueblo nuevo.
En el Evangelio hoy proclamado hemos escuchado que el Sumo Sacerdote, Caifás, profetizó aún sin saberlo sobre el sentido de la muerte de la muerte de Jesús, como el propio evangelista apunta. ‘Esto no lo dijo por propio impulso sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente anunciando que Jesús iba a morir por la nación y no sólo por la nación , sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos’.
Se habían reunido porque la cosa se les iba de la mano. Después de la resurrección de Lázaro mucha gente comienza a creer en Jesús. Por eso ‘los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron el Sanedrín… ¿qué estamos haciendo? Este hombre hace muchos milagros. Si lo dejamos seguir todos creerán en El y vendrán los romanos y nos destruirán este lugar santo y la nación…’
Es entonces cuando dice el Sumo Sacerdote: ‘Vosotros no entendéis ni palabra: no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo y que no perezca la nación entera’.
Cristo murió por el pueblo, Cristo murió por nosotros, para que no pereciéramos en nuestra muerte y nuestro pecado. Es la sangre de Cristo la que nos purifica y nos consagrada; la que nos reúne y nos hace un solo pueblo. Lo anunciado por el profeta.
Es lo que vamos a celebrar y a vivir. Es el misterio de amor de la muerte y resurrección del Señor, el misterio de la Pascua, de la Nueva Pascua, la eterna, la definitiva, para siempre.
Preparémonos para vivirla con toda intensidad.
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