Hebreos, 2, 14-18
Sal. 104
Mc. 1, 29-39
‘Recorría Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando a los demonios’. El texto que nos ofrece hoy el evangelio nos presenta lo que era la actividad diaria de Jesús y lo que era el día a día de obra y predicación. Había comenzado anunciando que ‘El Reino de Dios está cerca’ y había que convertirse y creen en la Buena Noticia, en el Evangelio que anunciaba.
Aprovecha cualquier oportunidad: será en la sinagoga los sábados cuando se reúne la comunidad, pero será a la orilla del lago desde la barca, en lo alto de la montaña o a lo largo de los caminos, visitará las casas donde le inviten o será en la propia plaza. Como diría san Pablo en sus recomendaciones a Timoteo, ‘insiste a tiempo y a destiempo’, en todo momento y lugar.
Predica la Buena Noticia y expulsa los demonios. Llega el Reino de Dios y el reino del mal tiene que desaparecer. Dios tiene que ser el único Señor del hombre y de toda la creación, y ningún mal tiene que impedir ese Reinado y Señorío de Dios.
Con la expresión ‘expulsando los demonios’ el evangelista quiere darnos una visión muy amplia. Expulsa los demonios sí de aquellos que están poseídos por el espíritu del maligno, pero en el sentido del evangelio es mucho más amplio su significado. Cristo quiere apartarnos de todo mal. ‘aniquiló el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberó a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos’, que nos decía la carta a los Hebreos.
Ha venido a redimirnos y a transformar entonces nuestro corazón. Los milagros que hace con la curación de los enfermos son señales que nos hablan de esa salud honda, de la salvación que El nos ofrece. No podemos permitir que el pecado reine en nuestra vida.
Todo lo que sea maldad, odio o desamor, egoísmo o insolidaridad, injusticia o mentira, violencia o malos deseos, rencores o envidias, todo lo que sea mal Cristo quiere desterrarlo de nuestro corazón. Quiere liberarnos de ese mal, transformar nuestro corazón.
Pero hay algo más en lo que quiero fijarme. En medio de toda esa actividad, rodeado como estaba continuamente por todos los que venían hasta El con sus dolencias y con sus enfermedades – ‘todo el mundo te busca’, le dijeron – ‘se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar’. Necesitaba de ese encuentro íntimo y total con el Padre. Podríamos pensar cómo sería era oración de Jesús con el Padre.
Tenemos que pensar cuánto lo necesitamos nosotros. Ese marcharnos al descampado del silencio interior para sentir y escuchar a Dios. Es nuestro Padre. Con El no necesitamos muchas palabras, sino sentir el gozo de su presencia, que es llenarnos de su vida y de su amor. Vamos muchas veces preocupados de decirle muchas cosas o rezar muchas oraciones y lo que necesitamos de verdad es ese encuentro hondo y profundo del alma que se pone en la manos del Padre.
Seguro que cuando salgamos de la oración nos sentiremos transformados. Habremos experimentado que El es el único Señor de nuestra vida y en ese sentiremos la fuerza de su gracia para no irnos tras otros señores, para dejar el meter el mal en nuestro corazón.
Aprendamos a ir a la oración. Dejémonos inundar por la presencia de Dios. Y así toda nuestra vida, todo lo que hagamos será siempre para la gloria de Dios.
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