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martes, 18 de noviembre de 2008

A los vencedores los sentaré en mi trono junto a mí

Apoc, 3, 1-6. 14-22
Sal. 14
Lc. 19, 1-10

Hay que ver cómo nos ponemos cuando nos corrigen o nos llaman la atención por algo que no hacemos bien. No nos gustan las correcciones. Pero fijémonos en lo que nos dice hoy el Señor. ‘A los que yo amo, los reprendo y los corrijo. Sé ferviente y conviértete’. Es una manifestación del amor que el Señor nos tiene que quiere para nosotros lo mejor y entonces corrijamos aquellas cosas que no van bien en nuestra vida.
Seguimos escuchando el mensaje del Espíritu en el Apocalipsis a las distintas Iglesias. Hoy a la de Sardes y a la de Laodicea. Es hermosa la promesa que hace a una y otra Iglesia para los que salgan vencedores. ‘Al que venza lo vestiré todo de blanco y no borraré su nombre del libro de la vida’, le dice a Sardes. ‘A los vencedores los sentaré en mi trono, junto a mì’, le dice a Laodicea.
Pero la lucha es grande. Muchas son las cosas que tienen que cambiar en una y otra Iglesia. ‘No he encontrado tus obras perfectas a los ojos de mi Dios... si no estás en vela, vendré como ladrón y no sabrás a qué hora vendré sobre ti...’ le dice a Sardes, mientras a Laodicea le dice: ‘Conozco tu manera de obrar y no eres frío ni caliente. Ojalá fueras frío o caliente, pero como eres tibio, y no eres frío ni caliente, voy a escupirte de mi boca...’
¿Serán nuestras obras perfectas a los ojos de Dios? ¿cuál es la intensidad con que vivimos el amor de Dios? La tibieza en nuestra vida espiritual es algo bastante malo. Es caer en la indiferencia, en la desgana, pendiente que nos lleva a abandonar todo y al pecado con mucha facilidad. Es una tentación fácil que además nos lleva a caer en muchas tentaciones. No le damos importancia a las cosas; nos da igual una cosa que otra, rehuimos lo que nos pueda comprometer, queremos nadar entre dos aguas, como suele decirse, y así nos va al final. Es un gran pecado de muchos cristianos, en el que todos podemos caer casi sin darnos cuenta. Por eso el cristiano tiene que estar siempre vigilante. Porque la intensidad de nuestro amor tiene que ser siempre grande. Tenemos que caldearnos de verdad en el fuego del Espíritu.
El Espíritu le dice cosas muy concretas a ambas iglesias: ‘Acuérdate de cómo recibiste y oíste mi Palabra: guárdala y arrepiéntete... te aconsejo que me compres oro refinado en el fuego, y así serás rico; y un vestido blanco, para ponértelo y que no se vea tu vergonzosa desnudez; y colirio para untártelo en los ojos y ver...’
La Palabra de Dios que hemos de escuchar y saber guardar en nuestro corazón. El oro refinado de nuestra santidad purificada a fuego para limpiar nuestra vida de toda impureza y de todo pecado, como el oro que se purifica en el fuego del crisol para quitarle toda mancha. La vestidura blanca y reluciente que recibimos en el bautismo con nuestra dignidad de cristianos e hijos de Dios y que hemos de cuidar de mantener siempre inmaculada. El colirio del Espíritu de amor que nos haga mirar con una mirada nueva, tanto al misterio de Dios que se nos revela, como a los demás para verlos como unos hermanos a quien amar.
Estoy a la puerta llamando: si alguien me oye y me abre, entraré y comeremos juntos’. ‘Pasa al banquete de tu Señor’, escuchábamos el domingo en la parábola de los talentos para aquellos que supieron ser fieles al menos en lo poco. Pero hoy en el evangelio también escuchamos cómo Jesús se detiene ante Zaqueo sumergido entre las hojas de la higuera para decirle: ‘Zaqueo, baja enseguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa’.
Cristo quiere hospedarse en nuestra casa. Cristo llama a las puertas de nuestra vida. Nos invita al banquete del amor, al banquete de la Eucaristía, al banquete del Reino de Dios. Quiere vestirnos con la vestidura blanca y sentarnos junto a sí. Que como Zaqueo abramos pronto la puerta de nuestra vida y lo recibamos muy contentos.

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