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viernes, 21 de noviembre de 2008

Al paladar será dulce como la miel

Apoc. 10, 8-11
Sal. 118
Lc. 19, 45-48

‘¡Qué dulce al paladar tu promesa, más que miel en la boca!
’ Es la respuesta del salmo a lo escuchado en el Apocalipsis. Texto que nos recuerda también al profeta Ezequiel. Podríamos decir que de alguna manera el texto del Apocalipsis está calcado en el profeta.
‘Hijo del hombre, come lo que te presentaron… Come este libro y anda a hablar a la gente de Israel… Aliméntate y llena tus entrañas con este libro que te doy… Lo comí y en la boca lo sentí dulce como la miel’. Es lo que dice la profecía.
De la misma manera hemos escuchado en el Apocalipsis. ‘Ve a coger el librito abierto de la mano del ángel que está sobre el mar y la tierra… cógelo y cómetelo; al paladar será dulce como la miel, pero en el estómago sentirás ardor… tienes que profetizar todavía contra pueblos, naciones, lenguas y pueblos’.
Es como una parábola. Todo son signos de algo profundo que tiene que realizarse dentro de nosotros.
Hemos de comer la Palabra de Dios, la ley y los mandatos del Señor. Y comerlo es asimilarlo en nuestra vida, hacerlo vida nuestra. De la misma manera que cuando tomamos nuestros alimentos. Los asimilamos. Se hacen vida en nosotros, porque serán nuestra energía para lo que hacemos y vivimos. Es hermosa la imagen. Cómo tenemos que asimilar dentro de nosotros la Palabra de Dios. No es sólo oírla, es más, escucharla para plantarla en nuestra vida y sea nuestra razón de vivir. No puede ser, entonces, algo superficial. Tiene que meterse en lo más hondo de nosotros mismos.
Esto nos llevaría a hacernos muchas preguntas, examinar a fondo nuestra vida, para ver cuál es la actitud que tenemos ante la Palabra que se nos proclama cada día. ¿La hemos hecho cosa nuestra para el resto del día? ¿Dentro de un rato la recordaremos? ¿O se convertirá quizá en un rito que hay que hacer, y que pase pronto para pronto acabar también porque tenemos otras cosas que hacer?
Es dulce como la miel la Palabra del Señor, la ley de Dios, lo que es su voluntad sobre nuestra vida. Es que en la Palabra encontramos vida y salvación. Tiene que ser un gozo y una dicha. Es lo que tiene que ponernos en camino de la verdadera felicidad.
Pero en el estómago produce ardor. En el fondo del corazón, en lo hondo de nuestra vida. Algunas veces nos hiere o nos molesta, como esa piedrita que se nos mete en el calzado. O como ese bisturí con que el médico tiene que tocar la herida para limpiarla y hacer que sane. Así la Palabra llega a nuestra vida y tiene que hacernos reflexionar, ver la realidad, lo que tenemos que mejor o cambiar. Y se nos hace duro y costoso. Nos exige ponernos en el camino de la cruz, del sacrificio, de la renuncia. Y eso cuesta. Eso duele como cuando hay que arrancar un vendaje que se nos ha pegado a la herida. Se nos pegan tantas cosas en el corazón que tenemos que arrancar y nos duele.
Será Pascua en nuestra vida. Y la Pascua es muerte y resurrección. Y esa Pascua tiene que estar presente en el día a día de nuestra vida.
Además la Palabra comida y asimilada hay que llevarla a los demás. ‘Come el libro y anda a hablar a los demás… profetiza…’ Algunas veces no es fácil. En muchas ocasiones encontraremos rechazo. Si continuáramos leyendo el texto del profeta al que hicimos mención al principio, veríamos cuánto le costó al profeta el cumplir con su misión.
Asimilemos de verdad la Palabra de Dios en nuestro corazón para que podamos hacerla vida y llevarla a los demás.

Hagamos como María, la dichosa porque ha creído, la dichosa por escucha la Palabra de Dios y la cumple, la que guardaba todo en su corazón.

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