En
una nueva órbita hemos de entrar lejos de apariencias y vanidades, en camino de
humildad que pone en servicio de los demás todo lo que somos
Rut 2,1-3.8-11; 4, 13-17; Salmo 127; Mateo
23,1-12
La vanidad es una tentación que a todos
nos ronda de una manera o de otra. Cuando decimos vanidad quizás lo primero que
se nos venga a la cabeza es pensar en esas personas presumidas, llenas de
alhajas y adornos, con vestimentas aparatosas y que llaman la atención, y que
quieren una nota y apariencia muy especial que de alguna manera acapare la
atención de los demás. Pero eso es quizás un signo externo, que puede denotar
muchas cosas, pero la vanidad es algo mucho más hondo y expresado con mucha
sutileza.
Es apariencia, sí, pero donde nos
manifestemos con signos de poder; es querer presentarnos mucho más allá de lo
que somos y nos vamos revistiendo, en este caso no solo de unas vestiduras o
unos perfumes, sino de una sensación de grandeza y de poder aparentando lo que
realmente no somos. Quizás las deficiencias que en lo secreto notamos dentro de
nosotros mismos tratamos de ocultarlas tras esa apariencia vanidosa; no nos
exigimos a nosotros mismos en un deseo de superación y crecimiento interior,
pero sí nos volvemos exigentes con los que están a nuestro lado, porque en el
fondo queremos manipular sus vidas.
¿Somos realmente en nuestro interior la
fachada que queremos presentar? La pobreza de nuestro interior tratamos de
disimularla con esas apariencias de poder y manipuladoras. Nos estamos,
incluso, manipulando a nosotros mismos para no presentar lo que realmente somos.
Y al final llenamos nuestra vida de falsedad e hipocresía.
Es de lo que Jesús nos previene en el
evangelio de hoy; es lo que Jesús denuncia en aquellos dirigentes de la
sociedad de entonces - ¿será también una denuncia para nosotros los dirigentes
de nuestra sociedad hoy? –; es en lo que no quiere Jesús que caigamos
simplemente porque nos dejemos arrastrar por lo que podría parecer tan natural,
porque como decimos quizás todo el mundo lo hace.
‘Haced y cumplid todo lo que os
digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos dicen, pero no hacen...’
nos dice Jesús. Y habla de las filacterias y de las orlas de los mantos bien
aparatosas, y habla de esa vanagloria que se buscan de si mismos haciendo que
la gente se entere de aquello que hacen, aunque solo sea por apariencia; y nos
dice que no nos dejemos llamar maestro ni estemos pendientes de los títulos,
porque lo realmente importante es lo que hagamos, no lo que digamos; y nos
habla de bajarnos de nuestros pedestales, de buscar reconocimientos, de querer
buscar lugares de honor donde todo el mundo nos vea.
El camino que hemos de seguir es el de
la humildad, reconociendo nuestra pobreza pero siendo también conscientes de
que aquello que hemos recibido no es solo para nosotros; los dones de los que
estamos dotados desde nuestras cualidades y valores estarán siempre en función
del servicio a los demás. Que tenemos que enseñar, enseñemos, que tenemos abrir
caminos para otros, pongamos al frente de esa tarea pero solamente como el que
quiere ayudar a los demás. Por eso nos dice que tenemos que ser servidores, que
no nos importe ser los últimos si con ello estamos ayudando a caminar a quien
no puede o no saber hacerlo.
‘El primero entre vosotros será
vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será
enaltecido’, termina diciéndonos
Jesús. Nos cuesta como les costaba entenderlo a los discípulos; ya muchas veces
los veremos discutiendo por los caminos sobre quien iba a ser el más importante.
Pero entre nosotros no puede ser a la manera de los poderosos de este mundo.
Cuánto cuesta bajarnos del pedestal, cuánto cuesta reconocer que otro lo puede
hacer mejor, cuanto cuesta aceptar lo que lo demás puedan ofertar porque parece
que lo único que vale es lo nuestro, cuanto cuesta dar razón al que no piensa
como nosotros.
Es en otra órbita en la que hemos de
entrar. Es el sentido del Reino de Dios que Jesús nos anuncia e instaura.
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