Desde
el Tabor emprendemos el camino de la Pascua necesario para ser testigos de la
buena noticia del Evangelio ante el mundo
2Pedro 1,16-19; Salmo 96; Lucas 9, 28b-36
Hay sorpresas que nos dejan con la boca
abierta, sin palabras. Algo sorprendente y extraordinario, algo que no nos esperábamos
aunque lo deseáramos, nos quedamos sin saber qué decir, y las palabras nos
salen inconexas de nuestros labios. Es el niño sorprendido ante el regalo que
no esperaba, es la llegada del familiar que hacía mucho tiempo no habíamos
visto y casi habíamos perdido su pista, es algo que por azar o fortuito nos
sucede, un premio por ejemplo, y que cambia totalmente nuestra vida… muchas
cosas nos suelen suceder de las que no sabemos dar razón, que nos sorprenden y
no tenemos palabras para explicar.
Así se encontraban Pedro, Santiago y
Juan en lo alto de aquella montaña aquel día que Jesús los había llevado para
orar. Ellos casi se habían dormido, no sé qué nos pasa que cuando pretendemos
concentrarnos para orar lo primero que nos viene es el sueño. Pero ellos ante
lo que sucedía pronto se despabilaron, los ojos sorprendidos se les abrían
dejando a un lado el sueño y no sabían explicarse lo que estaba pasando. Jesús
estaba resplandeciendo como la luz, sus ropajes eran tan blancos que
encandilaban, nunca habían visto nada igual aunque muchas veces fueran testigos
de la oración de Jesús. Pero además dos personajes del Antiguo Testamento
formaban parte también de la escena, Moisés y Elías en diálogo con Jesús.
Casi querían los discípulos entrar también
en la conversación y ya andaban pensando en preparar tres tiendas para que
aquello no acabara nunca. Pero una voz venida de lo alto les sorprendió aún
más, ‘Este es mi Hijo, el amado, el predilecto. Escuchadle’. Cayeron de bruces,
aquellas previsiones que de manera inconexa habían pretendido tener para que
todo se prolongara se quedan en nada, porque se sentían envueltos por una nube
celestial y terminaron de bruces por el suelo.
Y es Jesús el que los saca de aquel
arrobamiento para decirles que había que
bajar de la montaña, no se podían quedar allí para siempre aunque ellos
sintieran lo bien que estaban allí. El camino seguía y seguía por la llanura de
la vida que terminaría con otra subida a la montaña pero que sería de manera
cruenta. El camino podría ponerse difícil, porque seguirían encontrándose con
un mundo de dolor y sufrimiento, con gentes que caminaban en medio de la vida
sin rumbo y desorientados, con gente que se cruzaba en el camino con sus
dificultades y dudas e incluso con sus enfrentamientos, detrás de todo aquello
había un calvario como tantas veces les había anunciado y ellos nunca habían
querido o sabido comprender, ahora mismo cuando llegaran al pie de la montaña
se encontrarían con un cuadro muy duro, un padre que ha pedido al resto de los discípulos
que curen a su hijo y la falta de fe para afrontar esas realidades duras de la
vida pero al mismo tiempo poner una mano de vida.
Es la experiencia del Tabor, porque en
esa montaña queremos situar el acontecimiento a la que nosotros también hemos
de saber subir. Fue entonces para aquellos discípulos un fortalecer sus pies
para seguir haciendo el camino tras Jesús, que algunas veces parece que corre
para llegar a Jerusalén, para llegar a la Pascua. Nos cuesta seguir en muchas ocasiones
sus pasos, responder a sus exigencias, ponernos en su camino aunque nosotros
queremos seguir haciendo los nuestros, comprender a fondo todo el misterio de
Jesús para dejarnos envolver por El.
Queremos experiencias bonitas, pero
desde esas experiencias tenemos que salir transformados. Cuidado que nuestras
celebraciones se queden en el Tabor en el que querían quedarse aquellos tres discípulos,
porque preferían aquello a tener que seguir caminando por aquellas llanuras que
se abrían ante sus pasos. Cuidado nos extasiemos en florituras de bonitas
celebraciones y allí se nos quede todo lo que es y tiene que ser nuestra
experiencia de fe.
No olvidemos que desde el Tabor
emprendemos el camino de la Pascua con todo lo que eso significa, porque la
pascua va a significar pasión y muerte para poder llegar a la gloria de la
resurrección. Es la Pascua de la que tenemos que convertirnos en testigos, la
que nos hará anunciadores de Evangelio, la que nos llevará a seguir
evangelizando sin cansarnos ni rendirnos nuestro mundo.
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