Tengamos
la valentía de reconocer que andamos en oscuridad y tinieblas para pedir que
queremos recobrar la luz
1Macabeos 1,10-15.41-43.54-57.62-64; Sal
118; Lucas 18,35-43
Dice el dicho popular que no hay peor
ciego que el que no quiere ver. Sin embargo nos podríamos preguntar ¿y quién es
el que no quiere ver? Porque todos cuando tenemos la más mínima afección en los
ojos enseguida acudimos el medico, al óptico, al oftalmólogo porque sería algo
muy duro el quedarse ciego y no poder ver.
Qué grande es la alegría, por ejemplo, del que se opera de cataratas,
que antes de la cirugía lo veía todo opaco, y después de la operación recobra y
con qué fuerza la visión y con qué intensidad se ven de nuevo los colores.
Pero creo que entendemos que esto son
solo imágenes de algo más hondo. Porque muchas cegueras nos aparecen en la
vida, y muchas veces tenemos que decir que queridas o buscadas. No queremos ver
sino lo que nos interesa, decimos en ocasiones; cerramos la mente en nuestras
cosas, en nuestros intereses, y no vemos más allá de lo que queremos ver;
cuantas diferencias tenemos entre unos y otros porque nos encerramos en nuestra
visión, en la perspectiva que nosotros podamos tener y no queremos aceptar la
luz o la verdad que puede tener el otro; diferencias que nos llevan a
enfrentamientos y hasta violencias, diferencias que crean divisiones,
diferencias que nos encierran en nosotros mismos y nos llevan a la
descalificación y hasta si pudiéramos la destrucción del adversario.
Cegueras que se nos meten en la vida para
quedarnos solo en lo material y en lo presente, en lo que pueda satisfacerme
ahora pero sin darle más trascendencia a lo que hacemos o a lo que vivimos,
cegueras que nos destierran del ámbito espiritual, o que nosotros
voluntariamente hemos descartado, tan importante y necesario en lo que es la visión
más completa de la persona y terminan por querer desterrar a Dios de nuestra
vida, cegueras que nos aíslan y nos dejan al borde del camino metidos en
nuestra rutinas o lo que siempre hemos hecho sin abrirnos a algo mejor y que va
más allá de ese momento presente.
El evangelio nos habla hoy de un hombre
que está al borde del camino. Las circunstancias de su ceguera allí lo han
puesto sin dejarle abrirse a más amplios horizontes. Pedir limosna para poder
subsistir es lo que único que sabe hacer. Estratégicamente está colocado en el
camino que pasa por Jericó y que conduce a la ciudad santa, por lo que muchos
serán los peregrinos que bajando por el Jordán desde Galilea hagan esa travesía
en su camino a Jerusalén.
Sin embargo en el borde del camino
siempre se pueden escuchar muchas cosas y quien tenga una sensibilidad especial
mucho pueda aprender en las cosas que escucha. ¿Habrá oído hablar de aquel
profeta de Galilea que hace signos y prodigios y a muchos ha curado también de
su ceguera? Cuando escucha el murmullo de la gente que pasa tratará de
enterarse bien de lo que sucede y es por lo que pronto clamará ‘Jesús, hijo
de David, ten compasión de mí’. Quizás aquellos muy devotos de escuchar al
Maestro tratarán de hacerlo callar, para que sus gritos no les impidan escuchar
a Jesús, como tantas veces también entre nosotros sucede. ¿Para qué escuchan a
Jesús si no son capaces de escuchar, o dejar gritar a aquel pobre ciego que
está al borde del camino pidiendo compasión?
Jesús quiere que lo traigan a su
presencia y dando tumbos y saltando de alegría se acerca hasta Jesús. El sí lo
va a escuchar. ‘¿Qué quieres que haga por ti?’ Había pedido compasión,
como la pedía a todos los caminantes esperando alcanzar algo que remediase su
pobreza; pero ante Jesús no se contenta con eso. El quiere recobrar la vista.
Será como devolverle su dignidad; con visión no tendrá que estar pendiente y a
la expectativa de la compasión que alguien pueda sentir por él, podrá valerse
por sí mismo como quizás tantas veces había deseado. ‘Señor, que recobre la
vista’, fue su petición.
‘Recobra la vista, tu fe te ha
curado’, fue la respuesta de Jesús.
No fue necesario nada más. Ahora sobraban los signos externos, porque grande
era la fe de aquel hombre y sabía bien lo que pedía. Reconocía su impotencia y
su ceguera. El mundo se había vuelto oscuro para él y quería la luz. Algunas
veces pudiera sucedernos que no queremos la luz, ¿preferimos seguir en las
tinieblas para que no se vean nuestras obras oscuras? ¿Preferimos seguir en lo
que estábamos porque la luz pondría nuevas exigencias en nuestra vida? Algunas
veces no queremos cambiar. Esto siempre ha sido así, se ha hecho así, nos
decimos.
¿Tendré la valentía de decir que
queremos recobrar la luz? ¿Tendremos suficiente fe que de nuevo nos llenará de
luz?
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