Las
lágrimas de Jesús frente a la ciudad de Jerusalén tendrían que hacernos brotar
lágrimas de nuestro corazón por lo que hacemos llorar a tantos a nuestro lado
1 Macabeos 2, 15-29; Sal 49; Lucas 19,
41-44
Los hombres no lloran, nos decían
cuando éramos niños, quizás con la buena intención de fortalecer nuestro
carácter, de aprender a enfrentarnos de una forma dura a los problemas de la
vida, también quizás desde un concepto un tanto especial de lo que es la vida,
lo que es propio de los hombres y lo que es más propicio que se manifieste en
las mujeres desde un cierto machismo que dominaba en cierta manera nuestra
sociedad. No lo decimos para entretenernos en condenas de costumbres sociales
de otra época, porque cada época tendrá sus luces y sus sombras y con los
conceptos de hoy no podemos ponernos a juzgar las actitudes o posiciones de
otros momentos de la historia.
Pero los hombres sí lloran, porque
todos tenemos sentimientos y las lágrimas pueden ser ese río que se desborda de
nuestros sentimientos, de la sensibilidad con que vivimos la vida, de aquellas
que nos impresionan y nos dejan huella; serán momentos de preocupación,
momentos tristes cuando se producen desgarros en el alma, momentos en que nos
sentimos fracasados en nuestros intentos por alcanzar unas metas, momentos en
que nos sentimos frustrados ante lo que sucede a nuestro alrededor que no es lo
que esperábamos o por lo que tanto habíamos luchado, momentos de rechazo que
nos llenan de amargura.
Pero no todas las lágrimas son de
tristeza porque lloramos cuando nos emocionamos ante algo agradable que nos
sucede; lloramos de felicidad en un encuentro con la persona amada que quizás sentíamos
lejos, pero que viene de nuevo a nuestro encuentro; lloramos de alegría cuando
encontramos lo que habíamos perdido, que no solo son cosas, sino también
personas; lloramos de emoción cuando encontramos una luz que da sentido a
nuestras vidas y nos abre nuevos horizontes… son muchos – y podríamos pensar en
muchas más cosas - los llantos que hacen afluir lágrimas a nuestros ojos y
hacen salir aquellos sentimientos que llevamos guardados u ocultos en el alma. Necesitamos
dejar brotar esas lágrimas porque nos desinflan de muchas tensiones que
llevamos en nuestro interior y que podrían explosionar de mala manera.
Hoy contemplamos uno de los llanos de
Jesús de los que nos habla el evangelio. Había llorado y no hacía mucho en la
no tan lejana Betania ante la tumba de su amigo Lázaro, porque así había
brotado fuera la intensidad del amor de la amistad; ‘mira cómo lo quería’,
dirán los que le contemplan.
Hoy llora Jesús también de amor, es la
amor que siente por la ciudad de Jerusalén – signo de la unidad de un pueblo y
que todo buen judío llevaba en su corazón – que no va a ser porque aquellas
piedras que ahora tan bellamente conforman los edificios de aquella ciudad un
día se vendrán abajo en la destrucción que pocos años después realizará el
pueblo opresor. Pero aunque pudiera parecer que el motivo fuera que no quedará
piedra sobre piedra de todo aquel esplendor que desde el monte de los Olivos se
contempla – allí está como una señal permanente de las lágrimas de Jesús ese
pequeño santuario del ‘dominus flevit – sino que es el dolor del rechazo de
quienes no le quieren aceptar. ‘Porque no reconociste el tiempo de tu
visita’, serán las palabras que recoge el evangelista en labios de Jesús.
Pudiéramos hacernos ahora muchas
consideraciones de aquella negativa a acogerle por parte de Jerusalén y sus
principales dirigentes, pero cuando hoy escuchamos esta Palabra de Dios para
nosotros tenemos que pensar en nuestra propia vida, tenemos que pensar en la
acogida o no que hacemos o no hacemos nosotros de la Buena Nueva de Jesús para
nuestra vida.
Contemplándonos Jesús hoy a nosotros,
cristianos del siglo XXI, ¿se derramarán igualmente las lágrimas de Jesús?
Pensemos en los vaivenes de nuestra vida, en la inconstancia de nuestro
seguimiento de Jesús, en las debilidades tantas veces repetidas y también
acrecentadas que aparecen en nosotros por la incongruencia con que vivimos
nuestra fe, en el descuido y superficialidad con que nos manifestamos porque
más fácil nos resulta muchas veces el dejarnos llevar que el poner un empeño y
un esfuerzo de superación. Mirémonos cada uno que tenemos que conocernos por
dentro aunque no siempre lo reconozcamos.
¿No seríamos nosotros los que tendríamos
que llorar por tanto que hacemos llorar
a los que están a nuestro lado y a los que tendríamos que amar más?
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