Las
palabras de Jesús quieren mover a la confianza, a quitar los miedos, ‘no
tengáis miedo…’ porque la gracia de Dios se ha desbordado sobre nosotros
Jeremías 20, 10-13; Sal 68; Romanos 5,
12-15; Mateo 10, 26-33
Miedos, algo
a lo que muchas veces en la vida tenemos que enfrentarnos. Miedos a los
peligros, a lo que nos pueda suceder, a un accidente, a una noche oscura, ante
un futuro incierto, a tomar una decisión que nos compromete… pero los vamos
afrontando, intentamos superarlos, buscamos seguridades, ponemos precaución, a
prepararnos de alguna manera, nos apoyamos en algo o en alguien.
Pero no es
solo el miedo a las cosas, o a esos imprevistos que se nos puedan presentar; el
miedo nos puede venir de la desconfianza, en nosotros mismos o en los demás;
puede aparecer después de experiencias amargas en que nos hemos visto
implicados como consecuencias de muchas cosas; miedos porque nos sentimos
inseguros en nosotros mismos ante una misión que se nos confía y que no sabemos
si somos capaces de afrontarla; miedos desde culpabilidades quizás de nuestros
propios errores o de los tropiezos que hayamos tenido en la vida.
¿Cómo se
sentía el profeta que hemos escuchado en la primera lectura cuando se ve
cercado por todos los que no quieren escuchar ni aceptar su palabra profética?
Hasta en las mismas autoridades encuentra rechazo, aparte de tantos enemigos
que buscaban sus traspiés. No fue fácil la misión del profeta Jeremías y de algún
modo se sentía solo y abandonado porque
‘se sentía como un extraño
para sus hermanos, y un extranjero para los hijos de su madre’, como expresa muy bien el
salmista. Pero el siente que ‘el
Señor es su fuerte defensor y algún día aquellos que atentan contra él sentirán
sonrojo por lo que hacen, acabarán avergonzados de su fracaso, porque el Señor
libera la vida del pobre de las manos de los perversos’.
No era fácil
tampoco la misión que Jesús encomendaba a sus discípulos, a los que enviaba
como ovejas en medio de lobos. Grande era la tarea que les encomendaba porque
mucha era también la mies y pocos los obreros. Ya les dirá Jesús en otro
momento que el discípulo no es mayor que su maestro, y que igual van a
encontrar oposición y rechazo como lo tuvo Jesús. Seguro que también se sentían
débiles e incapaces para la misión que Jesús les estaba confiando.
Pero hoy las
palabras de Jesús quieren mover a la confianza, a quitar los miedos. ‘No
tengáis miedo…’ les dirá, nos dirá por tres veces Jesús. La luz tiene que
brillar, y aunque se pretenda ocultar sus resplandores terminarán por iluminar
el mundo. La verdad del Evangelio ha de ser proclamada, la luz no se puede
esconder debajo del celemín. Y en ese testimonio que tenemos que dar ante el
mundo con nosotros va el Señor.
‘No
tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma…’ les dice. Y nos habla de
la Providencia de Dios que siempre nos cuida. ¿No cuida de los gorriones, de
los pajarillos del cielo? ¿No valemos nosotros mucho más que unos gorriones que
somos los hijos amados del Padre? ‘No; temed al que puede llevar a la perdición
alma y cuerpo en la gehenna’. Hay muchas maneras en que nos pueden
llevar a esa perdición. No podemos dejar que nos maten nuestro espíritu,
eso sería lo terrible, cuando nos hacen perder la paz, cuando perdemos la
confianza, cuando se nos apaga la ilusión, cuando nos faltan los ánimos para
luchar, cuando lo damos todo por perdido.
Son los
peligros, son los miedos que se nos meten en el alma, de los que tenemos que
precavernos, sombras que tenemos que arrancar de nuestro espíritu. Muchas son
las tentaciones de desánimo que muchas veces nos pueden envolver, nos sentimos
débiles, nos sentimos pecadores, no siempre nos sentimos apreciados por los que
a nuestro lado quizá tendrían la misión y la labor de animarnos, podemos
encontrar muchos rechazos o también muchos prejuicios contra lo que hacemos;
son muchas las soledades que nos pueden enturbiar el alma. Tenemos el peligro,
como decíamos, que las sombras nos llenen de oscuridad.
Nuestro
camino tiene que ser siempre un camino de luz; nuestro camino tenemos que
hacerlo con esperanza; a nuestro camino no nos puede faltar la seguridad de
aquello en lo que creemos y que queremos proclamar; en nuestro camino no
podemos perder nunca la paz. Por eso nuestro testimonio tiene que ser valiente,
decidido. No nos podemos acobardar. No nos podemos dejar apabullar por los
ruidos y los gritos que se puedan poner en contra queriendo silenciar nuestra
palabra. ‘A quien se declare por mí ante los hombres, yo también me
declararé por él ante mi Padre que está en los cielos’. Como nos decía san
Pablo, y eso aumenta nuestra confianza, ‘la gracia de Dios se ha desbordado
sobre nosotros’.
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