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miércoles, 28 de junio de 2023

Cuidemos el árbol si queremos que dé buenos frutos, cuidemos nuestro espíritu y cuidemos nuestra fe haciéndola madura y comprometida

 


Cuidemos el árbol si queremos que dé buenos frutos, cuidemos nuestro espíritu y cuidemos nuestra fe haciéndola madura y comprometida

Génesis 15,1-12.17-18; Sal 104; Mateo 7,15-20

Tengo un amigo que trabaja en el campo sobre todo en la recolección de fruta y en el cuidado de los árboles frutales; me cuenta de su trabajo, por una parte del cuidado en la recolección de las frutas para que no se dañen y tengan la mejor presentación, pero me cuenta también de las tareas que realiza en gran parte del año en el cuidado de los árboles frutales, el tiempo de la poda para eliminar aquellas ramas que ya están secas y no producen, pero también de muchas ramas que son como chupones que mermarían la fuerza del árbol y la calidad de sus frutos. Hace unos días contemplaba en un documental como el agricultor iba incluso desechando muchos de los brotes de su frutal para que los frutos que diera fueran de verdadera calidad. Un árbol cuidado puede dar buenos frutos.

Una imagen muy hermosa para la vida. ¿Cuáles son nuestros frutos? ¿Cómo son nuestros frutos? Hoy escuchamos precisamente en el evangelio que Jesús nos dice que ‘por sus frutos los conoceréis’, y que aquel árbol que no da buenos frutos no sirve sino para arrancarlo y echarlo al fuego. Pero como estamos viendo en la imagen de la vida sabemos también que tenemos que cuidar el árbol para que dé buenos frutos.

Es la tarea de nuestra vida. En todos los aspectos. Humanamente tenemos que prepararnos, tenemos que crecer, tenemos que madurar. No nos podemos quedar en una etapa infantil en la vida. Quizás al niño, e incluso al joven, le cuesta comprenderlo, tiempo que tiene que dedicar a prepararse, a formarse, para de verdad ir creciendo en la vida; ahí está la labor educadora de la familia, de los padres, pero también de cuantos tienen que ver que la formación humana de las personas, de niños y de juventud.

Pero bien sabemos que ese crecimiento no se acaba porque lleguemos a una determinada edad en que ya nos consideremos adultos. No son solo los nuevos conocimientos que podamos ir adquiriendo, sino que será esa maduración como personas para en verdad poder enfrentarnos con los mejores equipajes a la vida. Bien sabemos que aunque lleguemos a una etapa profesional en nuestro trabajo aun tenemos que seguir preparándonos, la etapa de formación y crecimiento de la persona no se acaba nunca.

Quizás ese aspecto humano de las personas más o menos todos los tenemos claro, pero aun así hay aspectos de la vida que algunas veces descuidamos, y es la atención a nuestro espíritu, es el cuidado de nuestra fe, es la maduración espiritual de la persona, es la espiritualidad en que hemos de fundamentar nuestra vida. Nos decimos muchas veces que somos creyentes de siempre, que somos viejos cristianos, que ya nuestros padres nos enseñaron cuando éramos pequeños que nos llevaron a la catequesis para que recibiéramos los sacramentos, pero quizás todo se detuvo ahí y luego nunca más nos preocupamos de madurar esa fe, de hacer crecer nuestra vida espiritual y nos quedamos en unas oraciones que aprendimos de pequeños pero no hemos dado el paso delante de hacer más personal y más intensa nuestra vida de fe.

Cuando una planta no se cuida debidamente, no se riega ni se abona, se nos quedará raquítica, estará mustia y sin vitalidad para poder florecer y poder darnos unos frutos; si la descuidamos en demasía esa planta no solo no nos dará fruto sino que tendrá el peligro de secarse, de morirse. Así andamos en nuestra vida cristiana, porque no le damos ese necesario crecimiento espiritual, así terminamos muchas veces como ramas y hojas secas que se las lleva el viento y no terminamos de ver esos frutos de vida cristiana que tendríamos que dar.

Nuestras comunidades cristianas se nos mueren, la vida de nuestras parroquias va perdiendo intensidad, no terminamos de ser esos cristianos comprometidos en medio del mundo, nuestra sociedad ha ido perdiendo esos valores espirituales y cristianos, nos damos cuenta de que nuestras iglesias se nos vacían cada vez más y no se renuevan nuestras comunidades con gente joven y entregada, nos contentamos con una vida religiosa ramplona y fría que tampoco atrae a los demás porque además nos falta verdadero espíritu misionero.

‘Por sus frutos los conoceréis’, nos dice hoy Jesús. ¿Nuestro árbol estará dañado que ya no produce frutos? ¿Dónde está nuestra espiritualidad cristiana madura y comprometida? Aunque somos adultos en la vida porque los años han pasado por nosotros, ¿seguiremos teniendo todavía una religiosidad y un sentido cristiano de la vida demasiado infantil? Me preocupa tremendamente qué es lo que estamos haciendo como cristianos y como Iglesia. Habrá mucho que abonar para revitalizar, pero también mucho que podar para quitar todo lo que sigue siendo muerte.

Cuidemos el árbol, si queremos dar frutos.

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