Cuidemos
el árbol si queremos que dé buenos frutos, cuidemos nuestro espíritu y cuidemos
nuestra fe haciéndola madura y comprometida
Génesis 15,1-12.17-18; Sal 104; Mateo
7,15-20
Tengo un
amigo que trabaja en el campo sobre todo en la recolección de fruta y en el
cuidado de los árboles frutales; me cuenta de su trabajo, por una parte del
cuidado en la recolección de las frutas para que no se dañen y tengan la mejor
presentación, pero me cuenta también de las tareas que realiza en gran parte
del año en el cuidado de los árboles frutales, el tiempo de la poda para
eliminar aquellas ramas que ya están secas y no producen, pero también de
muchas ramas que son como chupones que mermarían la fuerza del árbol y la
calidad de sus frutos. Hace unos días contemplaba en un documental como el
agricultor iba incluso desechando muchos de los brotes de su frutal para que
los frutos que diera fueran de verdadera calidad. Un árbol cuidado puede dar
buenos frutos.
Una imagen
muy hermosa para la vida. ¿Cuáles son nuestros frutos? ¿Cómo son nuestros
frutos? Hoy escuchamos precisamente en el evangelio que Jesús nos dice que ‘por
sus frutos los conoceréis’, y que aquel árbol que no da buenos frutos no
sirve sino para arrancarlo y echarlo al fuego. Pero como estamos viendo en la
imagen de la vida sabemos también que tenemos que cuidar el árbol para que dé
buenos frutos.
Es la tarea
de nuestra vida. En todos los aspectos. Humanamente tenemos que prepararnos,
tenemos que crecer, tenemos que madurar. No nos podemos quedar en una etapa infantil
en la vida. Quizás al niño, e incluso al joven, le cuesta comprenderlo, tiempo
que tiene que dedicar a prepararse, a formarse, para de verdad ir creciendo en
la vida; ahí está la labor educadora de la familia, de los padres, pero también
de cuantos tienen que ver que la formación humana de las personas, de niños y
de juventud.
Pero bien
sabemos que ese crecimiento no se acaba porque lleguemos a una determinada edad
en que ya nos consideremos adultos. No son solo los nuevos conocimientos que
podamos ir adquiriendo, sino que será esa maduración como personas para en
verdad poder enfrentarnos con los mejores equipajes a la vida. Bien sabemos que
aunque lleguemos a una etapa profesional en nuestro trabajo aun tenemos que
seguir preparándonos, la etapa de formación y crecimiento de la persona no se
acaba nunca.
Quizás ese
aspecto humano de las personas más o menos todos los tenemos claro, pero aun así
hay aspectos de la vida que algunas veces descuidamos, y es la atención a
nuestro espíritu, es el cuidado de nuestra fe, es la maduración espiritual de
la persona, es la espiritualidad en que hemos de fundamentar nuestra vida. Nos
decimos muchas veces que somos creyentes de siempre, que somos viejos
cristianos, que ya nuestros padres nos enseñaron cuando éramos pequeños que nos
llevaron a la catequesis para que recibiéramos los sacramentos, pero quizás
todo se detuvo ahí y luego nunca más nos preocupamos de madurar esa fe, de
hacer crecer nuestra vida espiritual y nos quedamos en unas oraciones que
aprendimos de pequeños pero no hemos dado el paso delante de hacer más personal
y más intensa nuestra vida de fe.
Cuando una
planta no se cuida debidamente, no se riega ni se abona, se nos quedará
raquítica, estará mustia y sin vitalidad para poder florecer y poder darnos
unos frutos; si la descuidamos en demasía esa planta no solo no nos dará fruto
sino que tendrá el peligro de secarse, de morirse. Así andamos en nuestra vida
cristiana, porque no le damos ese necesario crecimiento espiritual, así
terminamos muchas veces como ramas y hojas secas que se las lleva el viento y
no terminamos de ver esos frutos de vida cristiana que tendríamos que dar.
Nuestras
comunidades cristianas se nos mueren, la vida de nuestras parroquias va
perdiendo intensidad, no terminamos de ser esos cristianos comprometidos en
medio del mundo, nuestra sociedad ha ido perdiendo esos valores espirituales y
cristianos, nos damos cuenta de que nuestras iglesias se nos vacían cada vez
más y no se renuevan nuestras comunidades con gente joven y entregada, nos
contentamos con una vida religiosa ramplona y fría que tampoco atrae a los
demás porque además nos falta verdadero espíritu misionero.
‘Por sus
frutos los conoceréis’, nos dice hoy Jesús. ¿Nuestro árbol estará dañado que ya no produce
frutos? ¿Dónde está nuestra espiritualidad cristiana madura y comprometida?
Aunque somos adultos en la vida porque los años han pasado por nosotros, ¿seguiremos
teniendo todavía una religiosidad y un sentido cristiano de la vida demasiado
infantil? Me preocupa tremendamente qué es lo que estamos haciendo como
cristianos y como Iglesia. Habrá mucho que abonar para revitalizar, pero
también mucho que podar para quitar todo lo que sigue siendo muerte.
Cuidemos el
árbol, si queremos dar frutos.
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