También
nos sale al encuentro Jesús resucitado, nos llama por nuestro nombre y nos
envía a anunciar a los hermanos lo que hemos visto y oído
Hechos de los apóstoles 2, 36-41; Sal 32;
Juan 20, 11-18
Al final
podrá María Magdalena correr hasta donde están los discípulos, aún encerrados
después de todo lo sucedido, para anunciarles que ha visto al Señor. Pero le ha costado muchas lágrimas. Había estado al pie de la cruz como de las primeras,
muy valiente en aquellos momentos difíciles. Le había visto exhalar el último suspiro
y había estado muy atenta del sepulcro donde habían colocado el cuerpo de
Jesús. No había podido hacer otra cosa en el día del sábado porque el descanso
sabático le impedía realizar el trabajo que tanto estaba deseando.
Ella también
quería ser de las primeras que aquel primer día de la semana, pasado ya el
sábado y la noche, para venir a embalsamar el cuerpo de Jesús. Pero allí no
estaba. ¿Se lo habían robado? ¿Quién había tenido tal atrevimiento? Otros
evangelistas nos hablaran de las mujeres que habían vuelto y de camino Jesús
les había salido al encuentro, o de Magdalena corriendo para anunciar a los discípulos
que se habían robado el cuerpo de Jesús – ya lo meditaremos en otro momento –
pero Lucas nos habla ahora de María Magdalena, llorosa, a la entrada del
sepulcro. Los ángeles que les habían anunciado a las mujeres la resurrección de
Jesús y que no buscasen al que estaba vivo en el reino de la muerte, le
preguntan ahora a María Magdalena por qué llora.
No hay otra obsesión
en la cabeza de quien tanto había amado a Jesús, porque también tanto se había
visto perdonado en su encuentro con Jesús. Repetirá una y otra vez la misma cantinela, ‘porque se han llevado a mi
Señor y no sé dónde lo han puesto’. Ella quería estar con Jesús. Estaría
dispuesta incluso a llevarse el cuerpo muerto de Jesús para darle sepultura
allí donde ella pudiera estar siempre a su lado, tanto es la fuerza del amor.
Será lo que repite a quien ella cree
que es el encargado del huerto. ‘Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde
lo has puesto y yo lo recogeré’. Está dispuesta a todo. Pero sus lágrimas
le han sellado los ojos como para no reconocer con quien está hablando. Cuando
nos obsesionamos con nuestras angustias, ciegos y sordos nos volvemos. Hasta lo
que era lo más palpable, aquello que siempre habíamos creído y que incluso nos
había valido para consolar a otros, ahora de nada nos sirve porque nuestra
mente se ha bloqueado.
¿No te he dicho que si crees todo
será posible?, le diría un día a
Jairo cuando marchaban a su casa y le traían malas nuevas. Es el grano de fe
que mueve montañas. Es el grano de fe que nos hará ver las maravillas del
Señor. Es lo que le pide a Marta y a María cuando ellas sienten la pena de que
Jesús no había estado con ellas en los momentos de la enfermedad y la muerte de
su hermano. Te he dicho que si crees vivirá, les dice. Es la fe que va
pidiendo a cuantos se acercan a El a lo largo del evangelio. Tú fe te ha
salvado. Y no nos podemos dejar envolver por las tinieblas. El centurión romano
se siente incluso incapaz de ir por si mismo a pedir a Jesús por su criado,
pero cuando se entera que viene Jesús le saldrá al encuentro para reconocer
humilde que no es digno de que Jesús vaya a su casa, pero cree en la palabra de
Jesús que con solo una palabra puede salvarle.
Ahora será una palabra la que va a
despertar a María Magdalena, le va abrir los ojos porque cesarán ya para
siempre sus lágrimas. ‘María’, le dice Jesús. No es necesario más.
‘Maestro’, exclamará la Magdalena y ya la vemos a los pies de Jesús. Se
acabaron las tinieblas que velaban sus ojos, se acabaron las angustias que le
embargaban el corazón, se acabaron las lágrimas porque ahora todo será alegría
y fiesta, ya se podrá quedar aletargado al pie del reino de la muerte sino que
correrá a anunciarlo a los hermanos. ‘He visto al Señor, y me ha dicho
esto’.
Despertemos nosotros a esa fe, salgamos
de nuestro letargo para escuchar también esa Palabra de Jesús que nos llama por
nuestro nombre. Nos llama por nuestro nombre y nos envía también al encuentro
con los hermanos para hacerles el anuncio de la Palabra de Jesús. Es lo que
tenemos que seguir anunciando aunque la gente no nos crea. Quizás muchos nos
mirarán con lástima o con desdén cuando nosotros estos días hablamos de la
resurrección de Jesús y como nosotros estamos llamados a esa resurrección y a
esa vida. Le es más fácil a las gentes del mundo de hoy el creer en
reencarnaciones que creer en la resurrección de Jesús y hasta querrán que
cambiemos la palabra, porque, nos dicen, tenemos que adaptarnos a los tiempos
modernos.
No es cuestión ni de adaptaciones ni
modernismos. Nosotros vamos con la experiencia del encuentro vivo con Cristo
resucitado como lo hemos vivido en estos días de la semana santa y sobre todo
en la noche de la vigilia pascual. Es sentir que Jesús está vivo en esa vida
nueva que estamos sintiendo allá en lo más hondo del corazón. Escuchamos
también, como Magdalena, esa voz del Señor que nos habla, que nos llama por
nuestro nombre, que se convierte en el centro de nuestra vida, de nuestra
existencia toda, por lo que nos sentimos impulsados a algo nuevo, por lo que
sentimos esa nueva paz interior.
También pasamos por momentos de
lágrimas y de angustias, pasamos por momentos de sentirnos unos bellacos a
causa de nuestro pecado, de sentirnos rotos por dentro y sin encontrar salidas
para nuestras tinieblas, pero con la presencia de Cristo resucitado en nuestras
vidas todo es distinto, hay de verdad una luz que nos guía, hay una fuerza
interior que nos impulsa, hay una paz que llena e inunda nuestro corazón porque
nos sentimos amados, porque nos sentimos perdonados, porque nos sentimos con
esa túnica nueva con que el Padre quiere vestirnos.
Y haya sido lo que haya sido nuestra
vida, como María Magdalena a la que Dios había perdonado sus muchos pecados,
podemos también hacer el anuncio que nadie nos podrá acallar, es verdad, ha
resucitado el Señor.
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