Sorpresa
y alegría en el encuentro con el Señor resucitado y necesidad de anunciarlo
aunque seamos unos pecadores para que el mundo crea
Hechos de los apóstoles 2, 14. 22-33; Sal
15; Mateo 28, 8-15
Si algo que
teníamos muchos deseos que sucediera, cuando ya parece que habíamos perdido la
esperanza vemos que nos sucede, seguro que la alegría que sintamos será grande,
se desbordará muy efusivamente de nuestro corazón; alguien que amábamos con
especial amor y que de repente desaparece de nuestra vida y nos parece que ya
no volveremos a encontrarlo, si de pronto viene a nuestro encuentro y tenemos
la certeza de que ya nunca más lo vamos a perder seguro que nos volveremos
locos de alegría.
Aquellas
mujeres habían ido llenas de desconsuelo aquella mañana al sepulcro para
completar los ritos funerarios de quien había sido el amor de sus vidas y había
muerto violentamente; tan violentos habían sido aquellos momentos que por razón
del sábado y de la fiesta de la pascua ni siquiera habían podido embalsamarlo
debidamente. Ahora venían con el deseo de poderlo realizar, sin pensar ni
siquiera quien les correría la pesada piedra de la entrada del sepulcro. Pero
la piedra estaba rodada, allí no estaba el cuerpo que buscaban y un ser
celestial les anuncia que está vivo y vayan a comunicarlo al resto del grupo.
Sorpresa,
alegría, miedo y temores quizás, muchas cosas se amontonaban en sus espíritus.
Mayor fue la sorpresa, ahora llena de una alegría que nadie podría arrebatarles
cuando en el camino de regreso Jesús les sale al encuentro. Los temores se
difuminan, ‘no temáis’, les dice Jesús, y la envía con la misión de anunciarlo
al resto del grupo. Las primeras misioneras, las primeras enviadas y ahora con
la gran noticia que tenía que conmocionar el mundo.
Luego veremos
que ni los propios discípulos las creen, pero será el principio de los que
rechazan, de los que no quieren creer, de los que siempre lo van a poner en
duda, incluso como imaginación de unas mujeres visionarias. Pero será también
el principio de una fe que ira creciendo poco a poco y hará que en verdad la
noticia se difunda. Ha llegado hasta nuestros días.
Es lo que
vivimos y se sigue repitiendo. Es lo que provoca nuestra fe y tendrá que seguir
siendo anuncio al mundo que nos rodea. Querrán poner en duda nuestras palabras
y nuestras creencias, nos llamarán visionarios y soñadores, pero es algo de lo
que estamos convencidos y aun con la debilidad de nuestra vida pecadora tenemos
que seguir anunciando.
Como lo hizo Pedro en aquella mañana de Pentecostés como hemos escuchado en la primera lectura. Allí estará Pedro el que profundamente amaba al Señor y que había estado dispuesto a dar la vida por su Señor, pero el que no siempre entendía las palabras y los anuncios de Jesús queriendo quitarle incluso de la cabeza la idea de subir a Jerusalén si allí había de suceder cuanto anunciaba Jesús.
Allí
está Pedro el de la confesión en Cesarea de Filipo el que se deja revelar en su
corazón los misterios de Jesús o el que subirá a lo alto de la montaña donde
pretenderá edificar unas para que lo que allí está viviendo no se acabe; el
Pedro que valiente llevará una espada al huerto, pero que ante las
insinuaciones de unas criadas o de quien había participado también en el
prendimiento de Jesús niega conocerle; el Pedro que más tarde sentirá la
alegría de volver a encontrarse con Jesús y se tirará al agua para llegar más
pronto y que le confesará su amor que quiere que ahora de verdad sea para
siempre.
Es el Pedro
con sus luces y con sus sombras, pero que ahora lleno del Espíritu de Jesús
resucitado lo anunciará sin miedo a represalias, sin esconderse en el cenáculo
y tendrá la valentía de decir que aquel Jesús que habían crucificado y dado
muerte Dios lo había resucitado y constituido Señor y Mesías. No teme ahora
Pedro porque está convencido de quien es Jesús, el Mesías de Dios, el Hijo de
Dios, a quien un día la voz del cielo le había dicho que había que escuchar y
seguir. Se acabaron ahora los temores.
Es también nuestra misión. Es el anuncio que hoy, en el año 2023, también con esas nuestras debilidades que arrastramos tras nosotros tenemos que anunciar. No tiene ya que importarnos que nos digan que si hicimos o que si fuimos, porque ahora nos sentimos unos hombres nuevos con el perdón del Señor, con su salvación que nos envuelve.
No somos nosotros los importantes y por eso no importan ni nuestros méritos ni nuestros deméritos, no importa que quizás nos suceda como aquellas mujeres a las que no creyeron y que a nosotros no nos quieran creer algunas veces ni los propios discípulos del Señor, porque lo importante es el anuncio que tenemos que hacer.
Tenemos que anunciarlo para que
todos puedan verlo y para que todos puedan creer en El.
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