No
nos contentemos con simplemente recitar, sino que oremos de todo corazón porque
esté brotando como de forma espontánea todo lo que llevamos en el corazón
Isaías 26, 1-6; Sal 117; Mateo 7, 21. 24-27
Cuando
estamos con los amigos o con aquellas personas que queremos hablamos con
naturalidad y espontaneidad, expresando nuestras ideas o nuestro pensamiento,
manifestando espontáneamente nuestros sentimientos y no necesitamos buscar
palabras rebuscadas para expresarnos. Sería como algo encorsetado que para expresar
nuestros sentimientos a aquellas personas que queremos rebusquemos palabras que
quizás tomemos de otros coartando así nuestra espontaneidad. Aunque algunas
veces de forma romántica quizás nos expresemos con poesías o palabras de amor
escritas por otros más inspirados, sin embargo sabemos hacerlas nuestras, poniéndole
quizá nuestros propios matices para darles el aire de esa espontaneidad.
Es lo ideal.
Que así seamos nosotros mismos. Que nos manifestemos como somos. Que
comuniquemos lo que llevamos dentro. Que por hacer florituras de palabras
hermosas no llevemos a expresar realmente lo que llevamos dentro, sino quizás
las palabras o los sentimientos de los otros. Eso en todas las facetas de la
vida. Hay cosas quizás que tienen su tecnicismo, por así decirlo, y según qué
lugares pues tengamos que emplear ese lenguaje, pero no nos podemos poner a
hablar con la gente normal que está a nuestro lado desde ese manera.
Y ¿esto tiene
que ver algo con lo que es nuestra relacion con Dios? Es serio pensarlo, planteárnoslo,
porque muchas veces podemos caer también en que repetimos unas oraciones que
hemos convertido en fórmulas, pero con las que quizás nuestro corazón se siente
lejos. Aquí podemos entrar en varias facetas o campos. Pensemos primero en lo
que es nuestra oracion personal con el Señor. ¿Logramos en verdad sentirnos en
su presencia y que nuestra oración sea realmente la oración, el diálogo de amor
de un hijo con su padre?
Rezamos,
decimos, y decimos que rezamos mucho, porque repetimos muchas oraciones una y
otra vez. Pero es lo que seriamente tenemos que plantearnos. Que en ese momento
de oración en verdad nos sintamos en las manos de Dios nuestro Padre y que
nuestra oración sea ese encuentro personal con Dios, con el Dios que nos ama y
a quien nosotros también amamos.
Es cierto que
nos han enseñado unas oraciones que hemos aprendido desde niños y que seguimos
repitiendo; es cierto que una de esas oraciones decimos que es salida de labios
de Jesús cuando enseñó a orar a sus discípulos; cuando rezamos el padrenuestro
o cualquiera de esas otras oraciones que hemos aprendido de memoria desde
pequeños tenemos que hacer que en verdad en esas palabras, vamos a decirlo así,
salga nuestro corazón, que las hagamos tan nuestras que en ello estemos
poniendo todo lo que son nuestros sentimientos y nuestros deseos, todo lo que
tiene que ser nuestra alabanza y nuestra acción de gracias al Señor.
Pensemos
también en lo que es nuestra oración comunitaria que fundamentalmente hacemos
con la oración litúrgica. Cuando esa oración es la oración de una comunidad
reunida en el nombre del Señor es cierto que necesitamos aunar esa oración
expresada en las plegarias que la liturgia nos ofrece. Pero aquí creo que hemos
de tener un cuidado muy especial para que no sea un simplemente recitar unas
oraciones o unas plegarias, como de una forma encorseta como decíamos antes,
sino que sea lo que en verdad sale del corazón de aquella comunidad, del
corazón de todos y cada uno de los que en esa celebración estamos participando.
Por eso, no
nos contentemos con simplemente recitar, sino que oremos de todo corazón. Que
por encima de esas palabras esté brotando como de forma espontánea todo lo que
llevamos en el corazón. No es simplemente un poema de amor lo que recitamos fríamente,
sino que es la oración que desde ese encuentro profundo con el Señor hacemos
llegar al Padre que sabemos que nos ama. No es con florituras de palabras
rebuscadas con lo que queremos hablar al Señor, aunque bellas son las
expresiones de la liturgia. Sepamos sacarle jugo, por así decirlo. Tenemos que
poner ahí todo lo que es la espontaneidad de nuestra vida y de nuestros
sentimientos, todo lo que es la riqueza del amor que también nosotros queremos
ofrecerle al Señor.
Hoy hemos escuchado a Jesús que nos
dice en el evangelio. ‘No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el
reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los
cielos’. Que no sea, pues, solamente decir, ‘Señor, Señor’, sino que
seamos capaces de poner toda la intensidad de nuestra vida en nuestra oración.
Y poner la intensidad de nuestra vida significa cómo con nuestra vida en todo
momento siempre queremos hacer la voluntad del Señor. Porque oramos no solo
para expresar lo que nosotros sentimos o llevamos en el corazón, sino para
abrir nuestro corazón a Dios y escucharle para dejarnos transformar por la
fuerza del Espíritu haciendo siempre lo que es su voluntad.
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