La
alegría con que vivimos nuestra fe y la comunión que tenemos entre nosotros son
el mejor testimonio de la verdad del mensaje de Jesús para el mundo de hoy
Hechos de los apóstoles 20, 28-38; Sal 67;
Juan 17, 11b-19
Cuando hacemos aquello en lo que de verdad
creemos nos sentimos las personas más felices del mundo; y esa alegría que
sentimos al realizarlo nos provoca a que con mayor intensidad busquemos todo
aquello que pueda ayudar a los demás a encontrar también esa satisfacción y esa
felicidad. Cuando estamos alegres por algo buscamos el encuentro con los demás,
parece que con mayor facilidad encontramos esa comunión con los otros tratando
también de superar aquellas cosas que nos pudieran enfrentar o distanciar. Esa alegría
vivida con intensidad puede ser un ingrediente muy importante en los esfuerzos
que hacemos por sentirnos unidos los unos con los otros.
Arranca todo eso de la sinceridad de
nuestra vida, de la responsabilidad con que asumimos nuestra función sea cual
sea el lugar que ocupemos en la sociedad, de esa fe que tenemos en nuestros
proyectos porque los vemos bien enmarcados en lo que necesitamos en la vida y
en lo bueno que buscamos. Hay una verdad que es esa meta que buscamos, hay una
sinceridad que nos aleja de toda doblez, falsedad, hipocresía, vanidad,
mentira. Nos sentimos con una alegría interior que por nada podemos sustituir
en esa sinceridad con que queremos vivir nuestra vida.
Estamos en el evangelio escuchando,
como decíamos ayer, la llamada oración sacerdotal de Jesús en que pide por sus discípulos
en esa hora suprema de su ofrenda al Padre. Repetidamente Jesús ha deseado que
sus discípulos vivan en la alegría - que vuestra alegría sea completa,
les dice -, y es que los que seguimos a Jesús tenemos todas las razones para
ser las personas más felices del mundo. Creemos en lo que hacemos e intentamos
vivir, siguiendo con el concepto que veníamos desarrollando, y, a pesar de las
dificultades de todo tipo que podemos encontrar, sabemos de quien nos fiamos
porque hemos puesto toda nuestra fe en Jesús y tenemos la seguridad de que este
es el mejor camino que podemos recorrer y que en verdad haría un mundo mejor.
Es una pena que tantas veces los
cristianos no demos esa imagen de alegría y felicidad en la fe que confesamos y
en el plan de vida que queremos realizar. Vamos por la vida, incluso realizando
nuestra vida religiosa, con cara de entierro y de luto sin esperanza y lo menos
que manifestamos al mundo es la alegría de nuestra fe. Malo es el testimonio
que damos con esas caras que ponemos tantas veces de afligidos cuando estamos
celebrando nuestra fe o cuando estamos realizando todo lo que es nuestro
compromiso como cristianos.
Por otra parte tantas veces nos
rompemos porque hacemos aflorar excesivamente nuestros protagonismos que nos
llevan a rupturas y enfrentamientos, a no expresar la unidad y comunión que
entre nosotros los que creemos en Jesús tendría que haber. Se rompe nuestra
unidad y nuestra comunión y el testimonio se convierte en contra-testimonio.
Por eso hoy vemos como Jesús pide insistentemente
por sus discípulos, que siguen en el mundo enfrentándose a todos los embates,
pero que también reciben de sí mismos en actitudes y posturas insolidarias y
con falta de verdadera comunión. Por eso ruega Jesús que estemos unidos para
que el mundo crea. ‘Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú
me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo. Y por ellos yo me
santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad’.
Así ora Jesús al Padre por sus discípulos que quedan en el mundo, así pide por
nosotros para que seamos santificados en la verdad.
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