Contemplamos
y nos postramos ante el misterio de Dios, nos abrimos al misterio de Dios y
decimos Sí, el sí de nuestra fe, el sí de la ofrenda de nuestra vida y de
nuestro corazón
Isaías 7, 10-14; 8, 10b; Sal 39; Hebreos 10,
4-10; Lucas 1, 26-38
Hoy es un día que pasa desapercibido
para la mayoría de los cristianos y sin embargo es de gran importancia y podríamos
decir que fundamental en nuestra fe cristiana. Hoy es el día de la Encarnación
de Dios en las entrañas virginales de María para hacerse hombre y ser así
nuestro Salvador. El momento en que el Hijo de Dios se hace hijo del hombre, en
que sin dejar de ser Dios, el Hijo de Dios desde toda la eternidad, se hace
verdaderamente hombre tomando nuestra naturaleza carnal.
‘Y el Verbo se hizo carne y acampó
entre nosotros’, nos dice el
evangelio de san Juan, como tantas veces hemos confesado en el credo de nuestra
fe. Y por obra del Espíritu Santo se encarnó en el seno de la Virgen y se
hizo hombre, como confesamos en el credo. Un momento inolvidable, un momento
grandioso, un momento en que se manifiesta todo el misterio de Dios para
nuestra salvación.
He contado muchas veces la experiencia
y no me importa repetirla, que fue lo que viví en el lugar donde se realizó
este misterio de Dios en el seno de María. Me refiero a Nazaret, como nos ha
contado hoy el evangelio de Lucas y en el lugar concreto de la Basílica de la Anunciación
estando enfrente del lugar que llaman la casita de la Virgen en unas ruinas que
sobresalen de la roca en el ábside de la Basílica magníficamente conservadas.
Fue en mi segunda visita a Israel; estaba con el grupo en silencio rumiando el
pasaje del evangelio y era algo que me repetía y repetía una y otra vez por lo
bajo pero para que le sirviera de meditación a los que allí estábamos. Aquí,
aquí se realizó el misterio de la Encarnación, aquí Dios se hizo hombre encarnándose
en las entrañas de María y no podía dejar de repetir esa palabra, aquí, fue
aquí.
Lo recuerdo y aunque han pasado ya
muchos años es algo que sigo sintiendo muy hondo dentro de mí y con gran emoción.
El silencio en el que solo se escuchaban las pisadas de otros peregrinos en
otro lugar de la basílica era penetrante y a todos creo que nos llenaba de la
presencia de Dios.
Creo que hoy es un día para hacer
silencio y escuchar ese susurro de Dios contemplando su misterio de amor. Es un
día para tomar de nuevo ese evangelio en nuestras manos y más allá de las
palabras de la Virgen podamos quizá sentir algo de la emoción de llenarse de
Dios que María pudo haber sentido en aquel instante. ‘El Espíritu Santo
vendrá sobre ti y te cubrirá con su sombra… Concebirás en tu vientre y darás a
luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús… por eso el Santo que va a nacer
será llamado Hijo de Dios… Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor
Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para
siempre, y su reino no tendrá fin…’
Contemplemos y escuchemos en silencio.
Contemplamos y nos postramos ante el misterio de Dios. Contemplamos y nos lo
repetimos en el corazón una y otra vez. Contemplamos y decimos Sí, el sí de
nuestra fe, el sí de la ofrenda de nuestra vida y de nuestro corazón; un sí
como el de María para dejar que a nosotros nos alcance también ese misterio de
Dios; un sí como el de María para llenarnos de la presencia de Dios que cuando
quiere hacerse como nosotros quiere estar con nosotros, quiere asentarse en
nuestro corazón. Contemplamos y nos abrimos al misterio de Dios.
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