El
camino del esfuerzo y de la superación no es un camino fácil porque mucho
tenemos que negarnos a nosotros mismos para alcanzar las altas metas que se nos
proponen
Isaías 41, 13-20; Sal 144; Mateo 11, 11-15
No es lo mismo actuar con violencia
para conseguir algo, para arrebatar aquello que queremos que quizás esté en posesión
de otra persona, que hacernos violencia a nosotros mismos para alcanzar aquello
que deseamos y que tanto nos cuesta.
Violencias hay demasiadas en la vida y
sabemos que la violencia por si es muerte. La violencia, sea cual sea la forma
de violencia que empleemos está siempre dañando algo, dañando a alguien. Cuando
hablamos de violencia pensamos casi como de entrada en la violencia física,
pero muchas veces la expresamos con palabras, pero la podemos expresar también
con nuestros gestos y con nuestras actitudes la violencia en si misma es camino
de muerte, es signo del mal, manifiesta el no respeto, con ella decimos que no
nos importa la vida, sino lo que son nuestras propios intereses que pueden ser
lo que consideramos nuestras ganancias o nuestras cuotas de poder que nos
pueden llevar a la manipulación de los demás.
Pero hemos comenzado nuestra reflexión
contraponiendo dos cosas aunque el término violencia ande por medio aunque nos
damos cuenta que le damos distinto significado. Hablábamos de hacernos
violencia a nosotros mismos y eso puede significar el esfuerzo por superarnos,
por crecer, por arrancar de nosotros las malas hierbas que nos lleven a la
muerte. Por eso decimos hacernos violencia, o lo que es lo mismo esforzarnos
para alcanzar altas metas, para conseguir unos objetivos, para estar por encima
de todos esos signos de muerte que tantas veces se nos meten en la vida.
Hoy en el evangelio nos aparece casi
por primera vez en este camino de adviento – salvo la breve aparición del
domingo – la figura de Juan Bautista, para recibir por una parte la mayor
alabanza de labios de Jesús, pero para decirnos cómo el reino de Dios sufre
violencia desde la aparición de Juan, pero solo los esforzados serán capaces de
alcanzarlo.
Por una parte, como decíamos la
alabanza de Jesús. Nacido de mujer no hay nadie mayor que él. La grandeza de
Juan está en su misión de ser el Precursor del Mesías, del que venía delante a
preparar los caminos del Señor, de ser aquel que habían anunciado que vendría
como un nuevo Elías para preparar para el Señor un pueblo bien dispuesto.
Lo contemplamos en toda su austeridad y
pobreza, vestido de piel de camello, ceñido con un cinturón como el que está en
plena tarea, pero alimentándose pobremente de solo lo que en aquel desierto
pudiera encontrar, saltamontes y miel silvestre. Sus palabras son duras y
exigentes para todos aquellos que se acercan a escucharle, porque tendrán que
despojarse de todo para meterse en el Jordán. Aquel bautismo penitencial que
administraba a quienes le escuchaba eso venia a significar, el camino de
conversión que habrían de realizar. Así se lo señalaría a los que acudían a él
y yo lo escucharemos próximamente.
Se hace violencia a sí mismo y es a lo
que invita a aquellos que le escuchan, porque preparar el camino del Señor
exige esfuerzo, superación, cambio radical en la vida. No podemos andar a
medias tintas, sino que el camino ha de ser exigente con uno mismo. Pedirá
honradez en la vida y en los trabajos, como escucharemos, pedirá autenticidad
en aquello que hacemos porque no nos podemos quedar en apariencias, pedirá
desprendimiento total para compartir, pedirá escuchar radicalmente la voz que
nos invita a convertirnos para poder sembrar la Palabra en nuestras vidas.
No son cosas fáciles. Esa exigencia por
así decirlo nos llevará a la sangre en nosotros mismos en tantas cosas que tendríamos
que saber sacrificar. Es la violencia que sufrimos en nosotros para no ser
violentos con los demás. Como solemos decir nos mordemos la lengua para no
hablar, para no dañar con nuestras palabras; como nos dirá Jesús arránquete el
ojo que te lleva al pecado, córtate la mano con la que haces violencia a los
demás, que más te vale entrar ciego, cojo o manco en el Reino de los cielos,
que quedarse fuera donde es el llanto y el crujir de dientes, como se nos dirá
en el evangelio. Es el camino que nos lleva a la verdadera paz.
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