No
separamos el nacimiento de Jesús de la Pascua uniendo la alegría de la navidad
con lo que tiene que ser nuestra entrega de amor hasta el martirio como Esteban
Hechos 6, 8-10; 7, 54-60; Sal 30; Mateo 10,
17-22
Las pajas del pesebre que hizo de cuna
de Jesús están manchadas de sangre. Por mucho que queramos adornar de una
imagen bucólica el lugar donde fue recostado Jesús nada más nacer, no podemos
restarle la pobreza y la dureza llena de sinsabores de unas frías pajas en un
pesebre casi abandonado en los helados campos de Belén. ¿Será un anuncio de
pascua?
No sé si habréis dormido en un duro y frío
colchón de paja. No me avergüenzo de confesarlo que en mi niñez era habitual en
la pobreza de nuestras casas los colchones se llenaran de paja, de los arropes
que se quitaban a las piñas de maíz (fajina del millo decimos en nuestra tierra
canaria) y a lo sumo de clines que si en principio podrían parecer esponjosos
pronto se llenaban de nudos y durezas y su polvillo levantaba picores nada cómodos
en nuestros cuerpos. Yo lo viví y agradezco a mi familia una pequeña almohada
en este caso rellena de lana de oveja que aún conservo que era lo único suave
que encontraba en mi dormir infantil.
Válganos este como paréntesis que nos
hemos hecho para ayudarnos en la reflexión que pretendemos hacernos. Ya
decíamos que las pajas del pesebre que hizo de cuna de Jesús recién nacido
están manchadas de sangre. Hoy en el primer día de Navidad celebramos un
martirio, el protomártir Esteban. Podría parecernos que no cabe en la alegría
de la fiesta que estamos celebrando el que aparezca la muerte, en que aparezca
el martirio. Pero ¿qué es el martirio sino la más sublime ofrenda de amor
cuando entregamos la vida? ¿Qué es lo que estamos celebrando en estos días sino
el amor de Dios que nos entrega a su Hijo para nuestra salvación que realizará
la más sublime prueba de amor cuando en la pascua se entrega por nosotros?
Ya lo tenemos dicho todo, podríamos
casi concluir. Esa sangre que hemos querido ver junto a la cuna de Jesús aquí
la tenemos reflejada en el martirio de Esteban pero que nos está recordando
mucho más. No tendría sentido profundo la alegría de la fiesta que estamos
celebrando si no va acompañada de esa ofrenda de amor de nuestra vida. Y aunque
el amor nos lleva por caminos de plenitud, el amor duele muchas veces porque
nos cuesta darnos, nos cuesta arrancarnos de nosotros mismos; es ese frío que
se nos mete en el corazón, son esas durezas que tantas veces nos aparecen y que
nos hieren el alma, es el sacrificio que tantas veces tenemos que hacer de
nuestro yo, nuestros apegos, nuestras comodidades o nuestras rutinas.
Es la ofrenda de amor de nuestra vida
que día a día tenemos que ir renovando en nosotros para que podamos darle
sentido de plenitud a todo lo que hacemos. Nos lo está recordando el martirio
de Esteban. Había sido elegido para el servicio, formaba parte de aquel grupo
de los siete diáconos escogidos para que en la comunidad prestaran el servicio
a las viudas y a los huérfanos, a los pobres, pero pronto su entrega se transformó
en ardor por el evangelio y aquel hombre lleno de fe y de Espíritu Santo ahora
con la fuerza de ese mismo Espíritu anunciaba con ardor el mensaje de Jesús. Estorbaba
su presencia y lo quitaron de en medio, pero su martirio sigue gritándonos para
que nosotros también seamos esos mensajeros del evangelio con nuestro espíritu
de servicio y con nuestra palabra, con el testimonio de toda nuestra vida.
No olvidemos que nuestra vida tiene que
ser pascua, empezando porque en nosotros mismos hemos de realizar ese paso de
la muerte a la vida en la transformación de nuestro corazón, pero no olvidando
el mensaje que tenemos que anunciar aunque en nuestra vida haya sacrificio
porque siempre tiene que estar presente el amor.
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