Aprendamos
de una vez por todas a abrir los ojos para descubrir en lo más humilde y
pequeño los verdaderos valores y grandezas de la persona
Isaías 41,13-20; Sal 144; Mateo
11,11-15
Nos cuesta en ocasiones valorar a las personas, sobre todo si nos
parecen pequeñas e insignificantes. Por no prestar verdadera atención a las
personas quizás nos perdemos aprender de sus valores, descubrir la verdadera
riqueza interior que esa persona tiene, que en su insignificancia nos parece
oculta, pero que ahí en su humildad y silencio quizá se manifiesta más su
grandeza. Nos encandilan los personajes que brillan, muchas veces con los
fuegos fatuos de la vanidad y de la soberbia, pero de repente sin darnos cuenta
nos seguimos arrastrados y tenemos el peligro de querer nosotros actuar también
desde esa vanidad.
En esa persona que actúa calladamente y sin hacer muchos aspavientos
quizás se nos esconden hermosos valores que por la poca importancia que le
podemos dar por su pobre apariencia nos perdemos. Vivimos demasiado desde las
apariencias y vanidades, nos presentamos quizá con mucha prepotencia llena de
orgullo pensando que así seremos más poderosos o más respetados; pero no es lo
mismo respeto que temor, porque desde esa prepotencia lo que infundimos es
temor.
Muchas personas caminan a nuestro lado en la vida sin hacer ningún
aspaviento, pero calladamente van haciendo muchas cosas buenas, tan
calladamente que su mano derecha no sabe lo que hace la mano izquierda, y si fuéramos
capaces de abrir bien los ojos mucho tendríamos que aprender de esas personas,
que quizás no hablan, pero con una frase cuando hablan nos enseñan así como sin
querer cosas maravillosas. Si abrimos bien los ojos sin prejuicios seremos
capaces de verlas y de enriquecernos desde su humildad y sus valores.
En los textos del evangelio en medio de la semana en este camino que
estamos haciendo del Adviento hoy nos aparece por primera vez la figura de Juan
el Bautista. Es cierto que en el segundo domingo de Adviento ya nos apareció su
figura como voz que grita en el desierto para preparar los caminos del Señor.
Pero hoy nos aparece en boca de Jesús para hacer de él la mejor alabanza. Lo habían
considerado, es cierto, como un profeta y muchos habían acudido a escucharle.
Sin embargo las autoridades judíos, como veremos en otro momento, no le
prestaron demasiada atención sino que más bien desconfiaban de él.
Ahora es Jesús el que hace la mejor alabanza, cuando quizá después de
su muerte a manos de Herodes su figura su pudiera ir diluyendo. ‘Os aseguro que no ha nacido de mujer uno
más grande que Juan, el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los
cielos es más grande que él’. Pequeño y humilde, vestido andrajosamente con una piel de camello y alimentándose
solo de langostas del desierto y miel silvestre, ahora nos dice Jesús que no ha
nacido de mujer uno mayor que él. Ya
iremos descubriendo en los diferentes textos que nos ofrecerá la liturgia en
estos días su figura y su grandeza.
Pero a continuación nos
señala Jesús que ‘el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que
él’. Ser pequeño, en el sentido y en el estilo del Reino; ser pequeño que
como nos dirá Jesús a lo largo del
evangelio significa ser el último, ser el esclavo y el servidor de todos,
porque hemos de ser esclavos en el amor, ese será grande. Nos hace recordar
muchas cosas del evangelio. Eso que no valoramos ni somos capaces de apreciar
queriendo fijarnos en cosas relucientes, como antes decíamos, es lo que tenemos
que descubrir. Para ver el valor del servicio, el valor del amor, el valor del
que calladamente hace el bien.
¿Aprenderemos de una vez
por todas a abrir los ojos para descubrir las verdaderas grandezas?
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