Un ser humano, una persona como nosotros con igual dignidad llega hasta nosotros, pero en quien sabemos ver además la presencia de Jesús
Gálatas 1,13-24; Sal 138; Lucas
10, 38-42
La hospitalidad y la acogida es una virtud muy hermosa que es muy
cultivada en nuestros pueblos. Es cierto que las puertas de nuestras casas ya
no están siempre abiertas como antaño por los miedos y peligros de nuestros
tiempos, pero hermoso era cuando los vecinos se acercaban a las casas los unos
de los otros y simplemente llamando empujaban la puerta para entrar sabiendo
que siempre eran bien recibidos.
Era un gozo muy especial cuando llegábamos a la casa de alguien y todo
eran atenciones y detalles donde se nos expresaba el cariño con que se nos acogía,
las personas de la casa se desvivían por atendernos de la mejor forma posible y
se nos ofrecía lo mejor de si mismos para que nos sintiéramos como en nuestra
propia casa. En nuestra tierra pronto estaba el café preparado con cariño o el
buen vaso de vino para manifestarnos ese calor y afecto de la acogida. Y ya no
era simplemente la acogida a familiares, vecinos o amigos, sino que toda
persona era siempre bien acogida y se le ofrecía la confianza de la amistad.
Desgraciadamente en algunos casos los tiempos y las costumbres cambian
y hoy es fácil que surja el recelo y la desconfianza sobre todo a los extraños
que puedan aparecer a nuestra puerta que ya no siempre abrimos tan fácilmente y
aunque permanezcan esos signos de buena acogida para con nuestros amigos y
familiares más cercanos, incluso ya entre vecinos a la puerta muchas veces hay
un desconocimiento grande que crea distancias encerrándose cada uno en el
castillo interior de su propio hogar.
Lástima es cuando hay vecinos que físicamente están muy cercanos pero
que en el afecto de la amistad se han puesto a kilómetros de distancia que ya
parece que hasta el saludo más sencillo cuesta salir de sus labios. Ahora nos
comunicamos electrónicamente mediante las redes sociales con las personas más
lejanas, pero con el que está a nuestro lado ni un ‘buenos días’ nos
intercambiamos.
Hoy vemos reflejada esta virtud en el hogar de Betania. Allí en las
cercanías de Jerusalén, en el camino que subía desde Jericó para traspasar
Betfagé bajar por el monte de los Olivos para entrar en la ciudad santa, a su
vera un hogar que seguramente acogería a tantos peregrinos ofreciéndoles agua y
un lugar para el descanso tras la dura subida desde el Jordán estaba aquel
hogar que vemos también como acoge a Jesús y sus discípulos. Sería en su subida
ritual a Jerusalén, o quizá sería también lugar de refugio y descanso mientras
estaban en la ciudad santa por la cercanía, el evangelio nos habla hoy de la
acogida de Marta y de María, una afanándose en los quehaceres de la casa para
tenerlo todo preparado, y la otra con la cordialidad de la escucha sentada a
sus pies.
No queremos entrar en lo que hacían una y otra, si mejor una cosa que
la otra, sino solamente en el gesto conjunto de la acogida. ¿Nos hubiera
gustado a nosotros recibir así a Jesús en nuestro hogar? Oportunidades tenemos.
‘Era peregrino – forastero - y me acogisteis’, nos dirá Jesús en la alegoría
del Juicio Final.
Hablábamos antes de esa virtud y valor humano de la hospitalidad y de
la acogida tan cultivada en nuestros ambientes. De ello tenemos que seguir
hablando, pero añadiendo algo más desde nuestros valores y principios
cristianos. Es a Jesús a quien acogemos, a quien recibimos. No creo que sea
necesario decir ahora muchas cosas más. Pensemos, simplemente, que ése que
llega a nuestra puerta, que ése con quien nos cruzamos cada día y a cada
instante es Jesús.
‘Todo lo que hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos, a mi
me lo hicisteis’, nos enseña Jesús. ¿Por qué reticencias y desconfianzas?
Primero, pensemos que es un ser humano, una persona como nosotros con igual
dignidad. Pero además, pensemos, es Cristo quien viene a nosotros en esa
persona. ¿Cómo lo vamos a acoger? Betania la tenemos a nuestro lado cada día.
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