Gocemos de la oración como encuentro vivo de amor con el Padre que nos ama
Gálatas 2,1-2.7-14; Sal 116;
Lucas 11,1-4
Todos recordamos esa conversación
distendida que un día tuvimos con un amigo en la que casi sin darnos cuenta se
nos fueron las horas charlando, en que nos encontrábamos tan a gusto que no queríamos
terminar sino que una y otra vez surgía algo que contar, algo de lo que seguir
hablando o repetíamos lo que tantas veces habíamos dicho sin ninguna muestra de
cansancio o aburrimiento. Se nos hicieron quizá las altas horas de la madrugada
pero no nos arrepentimos de perder el sueño y siempre recordamos aquella
conversación.
Decimos con un amigo, o quizá fue con nuestro padre o nuestra madre,
en horas largas de confidencias, de preguntas, de relatos repetidos, de
recuerdos de tiempos de la infancia o simplemente el estar ahí juntos el uno al
lado del otro disfrutando de ese calor que nos da el amor y la amistad. No necesitábamos
llevar nada preparado, no eran cosas especiales que quisiéramos pedir o contar,
era el simplemente estar charlando con quienes sentíamos verdadero aprecio.
He querido recordar experiencias así en el comienzo de esta reflexión
en torno a evangelio, pero me pregunta por qué no es así en nuestra oración con
Dios. Hemos convertido quizás nuestra oración en la repetición de algo formal y
ya preestablecido donde quizá no nos salimos de unas palabras rituales y
aprendidas, pero donde quizá le hemos perdido ese gusto ese sabor de ser un
encuentro con aquel que sabemos bien que nos ama. Ahí está nuestra experiencia
negativa de las prisas con que andamos siempre en nuestras oraciones, ahí está
esa frialdad con que recitamos unas formulas de oración pero donde parece que
no terminamos de poner el calor del amor. Mucho tendríamos que revisar quizá en
cómo hacemos nuestra oración.
Es cierto que cuando los discípulos que observan la oración de Jesús
le piden que les enseñe a orar, Jesús les da como unas pautas de cómo ha de ser
nuestra oración, pero que nosotros hemos convertido en una formula a repetir
muchas veces mecánicamente. Recitamos quizá muchas veces al día la oración del
Padrenuestro, que decimos que es la oración que Jesús nos enseño, pero que
lejos están de nuestro corazón y de nuestra mente esos sentimientos que tendrían
que salir no solo de nuestros labios sino de lo mas profundo de nuestro
espíritu con los que hemos de mantener una relación de amor con Dios nuestro
Padre.
Yo me atrevo a decir que no es una oración para decir deprisa sino que
pausadamente y, algunas veces hasta sin palabras que salgan de nuestros labios,
ir manifestando ese gozo de sentirnos amados de Dios y en su presencia. Será
entonces cuando estemos poniendo toda nuestra voluntad y nuestros deseos de que
en verdad podamos vivir el sentido del Reino de Dios y busquemos auténticamente
lo que es la voluntad de Dios en cada momento de mi vida. Será así envueltos en
ese amor que nos inunda cómo desearemos de verdad que el mal no se meta en
nuestra vida poniendo de nuestra parte todo lo que sea necesario para alejarnos
de la tentación.
Sentiremos así el gozo de la presencia del Señor y no desearemos
apartarnos de El y que nunca ese gozo se acabe para nosotros. No será ya una oración
llena de prisas mirando el reloj por las demás cosas que tengamos que hacer
sino que sintiéndonos arrullados en su amor no queremos que nunca se termine y
estaremos deseando que pronto de nuevo podamos vivir esa experiencia de amor. Recordemos
la experiencia gozosa de la conversación con el amigo, que mencionábamos al
principio, y preguntémonos por qué no puede ser así también nuestra oración.
Señor, enséñanos a orar, le pedimos nosotros también como aquellos
primeros discípulos, enséñanos a disfrutar de tu presencia y de tu amor. Aquella
expresión tan bonita que teníamos los canarios de ‘gozar Misa’ se transforme en
nosotros siempre de gozarnos en la oración como encuentro vivo de amor con Dios
nuestro Padre.
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