No podemos nunca encerrarnos en nosotros mismos o en el cumplimiento formal de reglas o responsabilidades, olvidando la humanidad que debe haber en nuestra vida
Gálatas 1,6-12; Sal 110;
Lucas 10,25-37
Tenemos responsabilidades en la vida que tenemos que asumir y de las
que tenemos que responder, ya sean responsabilidades familiares, ya sean
responsabilidades laborales donde estamos ganándonos con nuestro sudor el pan
de cada día, el nuestro y el de aquellos que dependen de nosotros, ya sean
responsabilidades en el orden social porque hemos asumido una función, un
servicio a la comunidad, ya sean responsabilidades con nosotros mismos, con
nuestra vida que tenemos que cuidar también para luego desarrollar todas las
otras responsabilidades que tengamos; hay normas, preceptos, mandatos que
reglamentan la vida y diríamos que su finalidad es facilitarnos la misma vida,
la convivencia, el camino y el desarrollo de la sociedad en la que vivimos,
ayudar a que en una buena relación todos seamos más felices.
Pero el cumplimiento de esas normas o leyes, o el cumplimiento de
nuestras responsabilidades no nos pueden mermar la humanidad de nuestra vida.
Hay quizás quien se ciega y se encierra en el cumplimiento de sus deberes y
obligaciones pero crea en torno a si un círculo seco y frió como una muralla
que los vuelve inhumanos en la relación con los otros. No podemos de ninguna
manera encerrarnos en nosotros mismos o en el cumplimiento formal de reglas o
de responsabilidades, olvidando la humanidad que debe haber en nuestra vida.
Sin olvidar eso no podemos cerrar nuestros ojos a lo que nos rodea,
pero sobre todo a las personas que nos vamos encontrando en la vida. Tenemos el
peligro de pasar de largo muy absortos en lo que tenemos que hacer y nos
insensibilizamos ante el sufrimiento que puedan estar pasando los demás. Unas
veces será más visible, muchas veces quizá pueda estar encerrado en la
intimidad de la persona, pero hay mucho sufrimiento en nuestro entorno que no
nos gusta descubrir, que no queremos ver y por ello nos volvemos insensibles.
Hoy en los días que vivimos vamos demasiado deprisa por la vida,
abortos en nuestras cosas, en nuestras obligaciones, corriendo para llegar a
tiempo porque todo hoy se hace a la carrera y pasamos los unos por los otros
que ni nos vemos. Cuantas veces pasamos al lado de alguien incluso conocido a
que ni vemos, que luego nos dirá y se quejará con razón de que pasamos a su
lado y ni le dijimos adiós, o un mínimo saludo. Si incluso a aquellos que
conocemos pasamos en ocasiones sin verlo, qué decir de tantos otros que pueden
estar postrados a la vera de nuestro camino y tampoco nos damos cuenta de su
presencia.
Creo que este puede ser un aspecto al que nos quiera despertar la
parábola que hoy nos propone Jesús en el evangelio, la parábola que llamamos
del buen samaritano. Fue aquella persona ajena y extraña, un extranjero que iba
por aquel lugar el que se dio cuenta de quien estaba malherido junto al camino.
Muchas veces habremos oído y comentado esta parábola que Jesús propone cuando
aquel letrado le pregunta quién es su prójimo. No entramos ahora en
explicaciones detalladas sino que me vais a permitir que en el comentario me
quede en ese ensimismamiento en que vamos por los caminos de la vida
insensibles a cuanto pasa a nuestro alrededor.
En el tiempo que tanto hablamos de derechos humanos, en que estamos
reivindicando continuamente derechos para todos, tenemos el peligro que
nuestros gritos reivindicativos ahora el clamor de tantos sufrimientos que hay
en muchos corazones y nos pase desapercibido ese sufrimiento callado de tantos
a nuestro lado.
Hablamos fácilmente de humanidad pero nos falta verdadera humanidad,
de sensibilidad para descubrir al caído y saber detenernos para echarle una
mano que les ayude a levantarse y a seguir caminando con dignidad. Hablamos y
decimos cosas bonitas, pero que fácilmente no se ven reflejadas en nuestras
actitudes y comportamientos de cada día.
Podemos hablar mucho de amar al prójimo pero quizá seguimos con
nuestras discriminaciones y desconfianzas ante el extranjero, ante el
inmigrante, ante el hombre o mujer de otra raza que aparece por nuestros
lugares; hablamos de misericordia pero no sabemos tener compasión con el
pecador y ante situaciones dolorosas preferimos condenar y desterrar de
nuestras vidas a esas personas, en lugar de echarles una mano para levantarles
y hacerles recobrar su dignidad.
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