Mirando a lo alto de la cruz de Jesús afinemos bien la cuerda de nuestro amor para que esté siempre en la sintonía del amor misericordioso de Dios
2Crónicas 36, 14-16. 19-23; Sal 136; Efesios 2, 4-10; Juan
3, 14-21
Da la impresión de que no estuviéramos suficientemente convencidos;
nuestra vida seria otra, otra forma de actuar, otro sentido de vivir, otros
sentimientos en nuestro corazón, otro compromiso en la vida.
Nos lo sabemos pero como algo que aprendimos de memoria pero que no
terminamos de asimilar para la vida. ¿Nos faltará una verdadera experiencia de
amor? Creer en Dios y creer en su amor no solo cuestión de ideas y de
razonamientos, necesitamos vivencias, necesitamos la experiencia en nuestra
vida de lo que es ese amor de Dios que nos llena con su presencia y esa
experiencia de la presencia de Dios en nosotros que nos inunda con su amor. No
es solo necesario que nos digan que Dios nos ama, sino que desde la experiencia
de nuestra vida con sus luces y con sus sombras hayamos sentimos ese amor y esa
presencia.
Ese amor y esa presencia que se hace viva en nosotros por Jesucristo.
Es la prueba del amor de Dios; es la manifestación del amor que Dios nos tiene.
Es lo que hoy nos repite de una forma y otra la Palabra que escuchamos en este
cuarto domingo de Cuaresma. Necesitamos mirar a lo alto y necesitamos mirar
hacia la cruz. Hasta aquel pagano que era el centurión encargado de cumplir la
sentencia de Pilatos mirando hacia quien estaba en la cruz terminó por
reconocer la grandeza del amor de Jesús.
Hoy nos ha dicho el evangelio que ‘lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así
tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga
vida eterna’. Moisés había
levantado en el desierto un estandarte con una serpiente de bronce para que mirándola
reconociesen su pecado pero al mismo tiempo sintieran el amor de Dios que les
perdonaba una y otra vez en tantas veces que se habían rebelado contra El en el
desierto. Era un signo que les recordaba su pecado, pero les hacia comprender
lo que era el amor de Dios por su pueblo. Así eran curados los mordidos por
serpiente; así experimentaban en su vida ese amor de Dios que les curaba, en
adelante habían de ser fieles al Dios de la Alianza para siempre.
Pues así nos lo recuerda el
evangelio. Jesús sería levantado en lo alto también, para que en El descubramos
el amor de Dios que en su misericordia tiene piedad de nuestra miseria y
nuestro pecado. En la contemplación de Jesús hemos de experimentar nosotros ese
amor que nos hace creer y creer para siempre, creer para tener vida eterna. Es
el juicio de amor de Dios que nos salva, porque ‘Dios no envió a su Hijo al
mundo para condenar al mundo sino para que el mundo se salve por El’. Si así
nos sentimos salvados ¿terminaremos de una vez por todos de creernos todo lo
que es el amor que Dios nos tiene?
Por eso nos dirá tajantemente el evangelio: ‘Tanto amó Dios al mundo que entregó a su
Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan
vida eterna’. Así es el
amor de Dios. Así es el amor que se da, que se olvida de si, que busca siempre
el bien, que ofrece salvación.
¿Merecemos ese amor? Es un
regalo de Dios. Es lo que luego reflexionaría san Pablo en la carta a los
Efesios. ‘Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó,
estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo –por
pura gracia estáis salvados–, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha
sentado en el cielo con él’.
Fijémonos como nos dice que
‘estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir en Cristo’.
Ya nos dirá también san Juan en sus cartas que el amor de Dios es primero. No
que nosotros hayamos amado a Dios, sino que El nos amó primero y así nos creó,
y así nos envió a su Hijo que daría la vida por nosotros. Miramos a lo alto de
la cruz, como recordábamos. Es gracia, es don gratuito, es regalo de Dios, de
su amor generoso para con nosotros. Es Dios, que es rico en misericordia.
Por eso, como decíamos, es
necesario mirarnos a nosotros mismos que nos sentimos pecadores, para
comprender la grandeza del amor de Dios. ‘Por el gran amor con que nos amó’. Sintámoslo
hondamente en nosotros y aprendamos a amar así. Por eso decía que si estamos
convencidos porque lo experimentamos en nosotros nuestra manera de actuar será
distinta, nuestra manera de amar tendrá otros matices.
No nos vale decir a los
cristianos que amamos a los que nos aman, que somos amigos de nuestros amigos.
Eso lo hace cualquiera. Nuestro amor tiene que tener otra amplitud, otra
universalidad. No esperamos a que nos amen para nosotros amar. Es que entonces
no nos diferenciaríamos de los demás. Y nuestro amor tiene que ser distinto.
Por eso seremos capaces de
regalar el perdón, eso que nos cuesta tanto, y hasta de rezar por nuestros
enemigos y por los que nos hayan dañado o hecho mal. Esa cuerda de nuestro amor
tiene que estar bien afinada en la sintonía de Dios. Y porque no lo cuidamos
suena tan mal en tantas ocasiones la sinfonía de nuestra vida cristiana. No
olvidemos que Jesús en la cruz nos está dando el tono para que afinemos bien la
cuerda de nuestro amor.
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