Necesitamos autenticidad en la vida para llegar a tener en nosotros los sentimientos propios de quien sigue en verdad el evangelio de Jesús
Ezequiel
18, 25-28; Sal 24; Filipenses 2, 1-11; Mateo 21, 28-32
Incongruencias de la vida; estamos demasiado llenos de incongruencias,
de falta de autenticidad y sinceridad no solo en las palabras sino en la vida
misma. Decimos prometemos, tenemos bonitas palabras que luego no se
corresponden con lo que hacemos.
Nos sentimos defraudados tantas veces de lo que vemos en los demás, de
esa falta de autenticidad. Demasiada vanidad, demasiado buscar bonitas
apariencias pero luego en nuestro interior no somos como aparentamos, en el
actuar de la vida no hacemos aquello que decimos. Nos sentimos defraudados de
los demás porque quizá tampoco somos tan sinceros con nosotros mismos, y
preferimos ver la paja del ojo ajeno que la viga que llevamos en el nuestro,
porque somos nosotros los incongruentes. Y la vanidad y la apariencia está en
nosotros sin tener que fijarnos en los demás, pero nos cuesta mirarnos con
sinceridad.
De alguna forma nos está denunciando eso el evangelio que escuchamos
en este domingo. Por allí está el niño bueno, el hijo que no quiere quedar mal
con su padre y cuando este le pide que haga algo responderá de palabra
positivamente, pero que luego pronto lo olvidará y no hará lo que le pide su
padre; mientras el otro, que parece un rebelde porque siempre está diciendo que
no a todo, de esa forma le responde a su padre, aunque luego se dé cuenta de su
error y lo corrige yendo a hacer lo que le pide su padre.
Jesús les está hablando muy claramente a sus oyentes judíos. ¿Qué había
sido realmente la historia del pueblo judío? En momentos de fervor, o cuando habían
salido de malos trances allí estaban prometiendo ser fieles a la Alianza del Sinaí,
pero qué pronto caían en la idolatría, qué pronto se olvidaban de sus buenos propósitos,
qué pronto se olvidaban de los caminos del Señor a pesar de tantos profetas que
iban apareciendo como jalones en la historia de su pueblo.
Pero Jesús no solo quiere recordarles su pasado que ya lo hará también
con otras parábolas sino que les está hablando del momento presente. Por allá
andaban los buenos, los cumplidores, los que se fijaban en la hierbabuena y en
el comino para pagar los impuestos, los que no dejaban de lavarse las manos
cuando volvían de la plaza por si acaso hubieran tocado algo que les llevase a
la impureza legal, pero que sus corazones, sus actitudes internas están llenas
de maldad, de desprecios hacia los otros, de discriminaciones y de juicios
siempre condenatorios en su corazón contra los demás.
Pero Jesús les dice que en el Reino de los cielos se les van a
adelantar los publicanos y las prostitutas. Estas palabras tuvieron que
resultarles muy desconcertantes a los que le escuchaban. Allí estaban, como
bien nos señala el evangelista, los ancianos del Sanedrín y los sumos
sacerdotes. Venía a trastocarles todas sus ideas, a hacerles reconocer la
incongruencia que había en sus vidas, la falsedad y la hipocresía en las que estaban
envueltos. Aquellos publicanos y prostitutas es cierto que eran pecadores, pero
estaban más dispuestos a la conversión que todos ellos. Y ejemplos tenemos en
el evangelio.
¿Pero no nos sucederá actualmente a nosotros de la misma manera? Los
que venimos a Misa, los que decimos que nos sentimos más cerca de la Iglesia,
los que nos consideramos muy religiosos y no dejamos de faltar a cualquier acto
religioso que se organice en nuestros templos, cuando salimos de todo eso ¿cómo
vamos por la vida? ¿No nos pudiera suceder que ni siquiera nos detenemos a
mirar a aquellos que nos están tendiendo la mano a la puerta de la Iglesia?
¿seremos de aquellos que pasamos de largo por la plaza o por las esquinas de
nuestras calles donde vemos grupos que ya en nuestro interior consideramos
indeseables, con malas costumbres y hasta pasamos con cierto miedo como a la
huída por ellos?
En muchas cosas concretas podríamos pensar, en muchas actitudes y
posturas que tomamos ante el que consideramos diferente o desconocido, o ante
tantos de los que vamos desconfiando en la vida.
Qué bueno sería recordar lo que san Pablo les decía a los Filipenses
en ese hermoso texto que hoy nos ofrece la liturgia. ‘Si queréis darme el consuelo de
Cristo y aliviarme con vuestro amor, si nos une el mismo Espíritu y tenéis
entrañas compasivas, dadme esta gran alegría: manteneos unánimes y concordes
con un mismo amor y un mismo sentir. No obréis por rivalidad ni por
ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los
demás. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de
los demás. Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús’.
No creo que sea
necesario mucho comentario. No es necesario decir mucho más. Mirémonos como en
un espejo en esas palabras de la Escritura, pero con sinceridad, sin disimulos,
no tratando de maquillar nuestras actitudes y posturas. Seamos capaces de ver
la incongruencia de nuestras vidas, la diferencia entre esto tan hermoso que
nos propone la Palabra de Dios y las actitudes no tan rectos ni justas, las
posturas en que nos situamos en nuestros
pedestales, las insolidaridades, orgullos y vanidades con que vamos tantas
veces por la vida.
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