La humildad es la miel, aunque nos pareciera a veces amarga, con la que
atraemos la benevolencia de los demás y el amor misericordioso de Dios
Génesis
2,18-25; Sal 127; Marcos 7,24-30
Como suele decirse, hay formas y formas. No todo es igual, no se
pueden hacer las cosas de cualquier manera. Cuando pretendemos obtener un favor
de alguien no podemos ir con impertinencias ni con exigencias. Es un favor,
algo que pedimos y creemos que no lo merecemos aunque lo necesitamos, y
solicitamos el favor, la gracia de alguien para conseguirlo, para obtenerlo.
Por eso el mejor camino es la sencillez de presentamos como somos y la humildad
que de alguna forma adelante la gratitud con que nos vamos a mostrar por
aquello que esperamos conseguir.
En la vida algunas veces nos mostramos con demasiada arrogancia,
porque nos falta humildad para reconocer lo que no tenemos, pero hay arrogancia
también en los que se creen que lo tienen todo y que todo se lo merecen. La
sencillez en el trato, la confianza que ponemos en el otro reconociendo
nuestras debilidades y nuestras carencias, la apertura sincera del corazón con
nuestras propias limitaciones son pautas muy buenas que nos acercan los unos a
los otros. En nuestra pobreza y en nuestras carencias también tenemos el
peligro de mostrarnos arrogantes, exigentes, orgullosos. No es un sometimiento
al otro lo que hemos de manifestar en nuestras carencias porque todos tenemos
nuestra dignidad, pero sí poner buenas actitudes en el acercamiento a los demás
desde nuestras propias necesidades.
Lo vemos hoy reflejado en aquella mujer fenicia que se acercó a Jesús
desde su necesidad y sus problemas con la enfermedad de su hija. No sabía qué
hacer ni a quien acudir. Conoce la presencia de Jesús en su tierra, lejos ya de
los territorios de Israel, pero hasta ella han llegado noticias de lo que Jesús
puede hacer. Por eso acude hasta Jesús, llora, suplica, insiste, se muestra con
entera humildad.
Son pruebas duras por las que ha de pasar aquella mujer. Bien sabe que
los judíos tenían sus recelos ante los gentiles, a los que menospreciaban con
el calificativo de perros. Es la terminología que escuchamos en el evangelio.
Pero en Jesús no hay desprecio, en Jesús está presente su amor misericordioso
pero quiere purificar la fe de aquella mujer. No ha de ir simplemente a buscar
a un taumaturgo que haga milagros sino que tiene que descubrir algo más
profundo en Jesús. La fe purificada en la humildad aparece en el corazón de aquella
mujer. ‘Anda, vete, le dirá Jesús, que, por eso que has dicho,
el demonio ha salido de tu hija’. Y al llegar a casa encontró a su hija
curada.
Tenemos que purificar nuestra
fe; tenemos que ahondar más y más en el evangelio; hemos de aprender esos
caminos de la humildad; hemos de saber de la gratuidad de lo que es el amor de
Dios que tantas veces se ha derramado en nuestra vida sin que nosotros lo
mereciéramos; hemos de reconocer esa misericordia del Señor que nos perdona y
que nos levanta, que nos fortalece y nos llena de su gracia para que vivamos
para siempre liberados del mal; hemos de llenarnos de esos sentimientos de
humildad siempre en nuestro trato con los otros.
La humildad es la miel, aunque
nos pareciera a veces amarga, con la que atraemos la benevolencia de los demás
y el amor misericordioso de Dios.
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