Que nuestros oídos se abran siempre para escuchar lo bueno en un diálogo
constructivo y nuestros labios pronuncien siempre bendiciones y alabanzas de
los demás
Génesis
3,1-8; Sal 31; Marcos 7,31 37
‘Le presentaron un sordo que,
además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos…’
Iba Jesús atravesando las regiones fronterizas de Israel; venia de territorios
fenicios, donde contemplamos su encuentro con la cananea y ahora está por la
Decápolis. A todas partes llegaba noticia de sus obras y ahora le presentan a
un sordomudo para que lo cure. Y Jesús abre sus oídos, suelta su lengua para
que pueda escuchar y para que pueda hablar, aunque en este caso no quiere que
se divulgue la noticia.
Oídos para oír. Ya escuchábamos a Jesús diciendonos que el que tenga oídos
para oír que oiga, que entienda bien. Necesitamos oídos para oír, sí, pero corazón
para comprender. No sé si siempre escuchamos bien, si siempre queremos
escuchar, si acaso algunas veces nos hacemos oídos sordos. Y nos hacemos oídos
sordos cuando escuchamos lo que queremos, o cuando oídos pero nos hacemos
nuestras propias interpretaciones escuchando lo que nos interesa o
tergiversando aquello que oímos con nuestra interesada interpretación.
Nos sucede tantas veces en que no llegamos a entendernos porque no nos
escuchamos. Discutimos pero no dialogamos, porque no escuchamos, porque en
lugar de escuchar lo que estamos haciendo es prepararnos para dar nuestra
propia respuesta que no es precisamente responder a lo que nos dicen porque
realmente no los hemos escuchado. Nos falta quizás serenidad y paz en el corazón
para abrir bien nuestros oídos. Y eso nos sucede muchas veces en nuestras
conversaciones ordinarias con la gente.
Si alguna distinción tuviéramos que hacer sería cerrar nuestros oídos a
lo malo que nos puedan contar de los demás, para abrir bien nuestros ojos siempre
con unos cristales muy limpios y muy brillantes para ver sobre todo lo bueno
que hay en el otro. Somos dados a la comidilla, a la murmuración, al corre ve y
dile, al comentario malicioso, al juicio interesado y condenatorio, a la crítica
destructiva.
Cuando hoy estamos contemplando a Jesús que abre los oídos de este
sordomudo y suelta su lengua para que pueda comunicarse con los demás creo que
también tendríamos que pedirle al Señor que nos cure nuestros oídos y sane
nuestra lengua para que nunca haya malicia en nuestros pensamientos y en
nuestras palabras, para que siempre estemos abiertos a lo bueno, para que
sepamos escuchar y dialogar para entendernos cada día mejor, para que nuestros
labios solo se abran para alabanzas y bendiciones, para que no manchemos
nuestro corazón con ningún tipo de maldad.
‘Y en el colmo del asombro
decían: «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos’. Ojalá nosotros pudiéramos merecer la alabanza
de que siempre lo que se escuche de nuestros labios sea una palabra buena y
constructiva de respeto hacia los demás y de comprensión fraterna ante lo que
hacen los otros.
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