Bendigamos al Señor que viene a visitarnos con su gracia y no cerremos las puertas de nuestra posada para recibirle y poder cantar la gloria del Señor
2Sam. 7, 1-5.8-11.16; Sal. 88; Lc. 1, 67-79
‘Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido
a su pueblo suscitándonos una fuerza de salvación según lo predicho desde
antiguo por la boca de sus santos profetas…’
Así prorrumpió en alabanzas y bendiciones a Dios el anciano Zacarías
en el nacimiento de Juan a quien llamaremos el Bautista. Sentía como las
promesas se cumplían. ‘Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo,
porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la
salvación, el perdón de sus pecados’. Llegaba la hora de la salvación.
Aquel niño era el precursor, la aurora que anuncia la luz del sol de lo alto
que va a comenzar a brillar.
Su misión preparar los caminos del Señor. Porque el Señor visitaba a
su pueblo; Dios para siempre iba a ser Emmanuel, Dios con nosotros. Y en esa
visita de Dios nos venía la salvación, se derramaba sobre nosotros el amor, la
misericordia del Señor iba a envolver la tierra para siempre.
Era el momento de un tiempo nuevo. Llegaba la plenitud de los tiempos.
El Reino de Dios por fin comenzaría a implantarse sobre la tierra, porque
llegaba el tiempo de la liberación anunciada por los profetas. Una luz nueva
iba a brillar sobre los hombres de una vez para siempre. Juan no era la luz,
sino el testigo que nos señalaba donde está la luz. Juan no era el salvador
sino el que iba a señalar al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. ‘Por
la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el sol que nace de lo
alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte, para
guiar nuestros pasos por el camino de la paz’.
Y nosotros hoy, ya en el último día de nuestro camino de Adviento,
sentimos ya cercana esa presencia del Señor. Esta noche contemplaremos ya el
resplandor de su luz y podremos comenzar a cantar la gloria del Señor. Viene el
Señor, ya está ahí, esta noche contemplaremos su nacimiento y nos gozaremos con
toda la Iglesia y con toda la humanidad. El Señor visita a su pueblo y nos
llega la salvación, y los hombres de buena voluntad nos sentimos inundados de
paz, y comenzaremos a gustar lo que es el amor infinito de Dios que nos entrega
a su Hijo.
No nos queda sino escuchar una vez más la voz de Juan que nos invita a
preparar el camino del Señor, a convertir de verdad nuestro corazón a Dios.
Cuidemos que nada nos distraiga para que estemos atentos a la llegada del Señor
a nuestra vida. Viene a nosotros de una forma concreta en lo que es el hoy de
nuestra vida y en este mundo concreto en que vivimos.
Pero cuidado que las cosas externas y superficiales nos impidan ver la
verdadera luz; cuidemos que vayamos a celebrar Navidad pero no lleguemos a
sentir y vivir la presencia del Señor que nos visita y quiere aposentarse en
nuestra vida. Cuidado que no andemos con las puertas de la posada de nuestra
vida cerradas porque estemos entretenidos en otras cosas y el Señor pueda pasar
de largo.
Como dice la liturgia de la mañana del veinticuatro de diciembre: ‘Hoy
sabréis que viene el Señor y mañana contemplaréis su gloria’.
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