Ungidos en el Bautismo para ser templos del
Espíritu nos hemos de convertir en signos de la presencia de Dios en medio del
mundo
Éxodo
40,16-21.34-38; Sal
83; Mateo
13,47-53
‘¡Qué deseables son tus moradas,
Señor de los ejércitos!’, decimos con el salmista
ansiando entrar en la presencia del Señor.
Aunque muchas veces por nuestra debilidad y nuestro pecado nos alejamos
del Señor y parece que rehuimos su presencia, en el fondo del corazón humano
tenemos las ansias de la plenitud de Dios. Buscamos a Dios, queremos sentir su
presencia, ansiamos gozar un día de las moradas eternas.
El relato del Éxodo nos describe cómo Moisés fue construyendo el
santuario de Dios ‘ajustándose en todo a lo que el
Señor le había mandado’;
nos lo repite como una muletilla una y otra vez según va poniendo todos los
paramentos del santuario del Señor. Dios que los había liberado de Egipto y los
había hecho pasar el mar Rojo, como un paso de libertad, y les había dado su
ley allá en lo alto del Sinaí estableciendo con su pueblo su Alianza, quiere
manifestarles que su presencia permanece para siempre entre ellos. El Santuario
donde se manifiesta la gloria del Señor es un signo de esa presencia.
Nosotros también tenemos en medio de nuestro pueblo
esos signos de la presencia de Dios en los templos sagrados donde nos reunimos
en Asamblea para celebrar la Eucaristía, alimentar nuestra fe y sentir el gozo
de la comunión de los hermanos. Con respeto santo nos acercamos a ese lugar
sagrado queriendo sentir esa presencia de Dios que se hace gracia para
nosotros, porque es un regalo de amor.
Pero también somos conscientes de que el verdadero
templo de Dios somos nosotros que para eso fuimos ungidos y consagrados en
nuestro Bautismo, para ser esa morada de Dios y ese templo del Espíritu. Dios
quiere habitar en nuestros corazones y así en todo momento hemos de saber
también sentir su presencia y su gracia de amor. Decíamos antes que por nuestra
debilidad y nuestro pecado nos alejamos de Dios, manchamos ese templo del
Espíritu que somos nosotros, pero siempre confiamos en el amor y la
misericordia del Señor que nos purifica, que restaura esa gracia en nosotros,
que nos santifica una y otra vez.
Y una consideración más que nos tendríamos que hacer es
que si aquel santuario levantado por Moisés se convertía en un signo de la
presencia de Dios en medio de su pueblo como son también nuestros templos, no
hemos de olvidar que por la santidad de nuestra vida también nosotros hemos de
ser signos de la presencia de Dios en nuestro mundo. Nuestro amor y nuestra
santidad son signos del amor y de la santidad de Dios a la que todos estamos
llamados.
‘¡Qué deseables son tus moradas,
Señor de los ejércitos!’, recordábamos al principio con el
salmista. No olvidemos que somos esa morada de Dios, gocémonos con su presencia.
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