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jueves, 30 de julio de 2015

Ungidos en el Bautismo para ser templos del Espíritu nos hemos de convertir en signos de la presencia de Dios en medio del mundo

Ungidos en el Bautismo para ser templos del Espíritu nos hemos de convertir en signos de la presencia de Dios en medio del mundo

Éxodo 40,16-21.34-38; Sal 83; Mateo 13,47-53
‘¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos!’, decimos con el salmista ansiando entrar en la presencia del Señor.
Aunque muchas veces por nuestra debilidad y nuestro pecado nos alejamos del Señor y parece que rehuimos su presencia, en el fondo del corazón humano tenemos las ansias de la plenitud de Dios. Buscamos a Dios, queremos sentir su presencia, ansiamos gozar un día de las moradas eternas.
El relato del Éxodo nos describe cómo Moisés fue construyendo el santuario de Dios ‘ajustándose en todo a lo que el Señor le había mandado’; nos lo repite como una muletilla una y otra vez según va poniendo todos los paramentos del santuario del Señor. Dios que los había liberado de Egipto y los había hecho pasar el mar Rojo, como un paso de libertad, y les había dado su ley allá en lo alto del Sinaí estableciendo con su pueblo su Alianza, quiere manifestarles que su presencia permanece para siempre entre ellos. El Santuario donde se manifiesta la gloria del Señor es un signo de esa presencia.
Nosotros también tenemos en medio de nuestro pueblo esos signos de la presencia de Dios en los templos sagrados donde nos reunimos en Asamblea para celebrar la Eucaristía, alimentar nuestra fe y sentir el gozo de la comunión de los hermanos. Con respeto santo nos acercamos a ese lugar sagrado queriendo sentir esa presencia de Dios que se hace gracia para nosotros, porque es un regalo de amor.
Pero también somos conscientes de que el verdadero templo de Dios somos nosotros que para eso fuimos ungidos y consagrados en nuestro Bautismo, para ser esa morada de Dios y ese templo del Espíritu. Dios quiere habitar en nuestros corazones y así en todo momento hemos de saber también sentir su presencia y su gracia de amor. Decíamos antes que por nuestra debilidad y nuestro pecado nos alejamos de Dios, manchamos ese templo del Espíritu que somos nosotros, pero siempre confiamos en el amor y la misericordia del Señor que nos purifica, que restaura esa gracia en nosotros, que nos santifica una y otra vez.
Y una consideración más que nos tendríamos que hacer es que si aquel santuario levantado por Moisés se convertía en un signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo como son también nuestros templos, no hemos de olvidar que por la santidad de nuestra vida también nosotros hemos de ser signos de la presencia de Dios en nuestro mundo. Nuestro amor y nuestra santidad son signos del amor y de la santidad de Dios a la que todos estamos llamados.
‘¡Qué deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos!’, recordábamos al principio con el salmista. No olvidemos que somos esa morada de Dios, gocémonos con su presencia.

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