La Ascensión, fiesta grande de esperanza que nos hace testigos de una presencia nueva de Cristo entre nosotros
Hechos, 1, 1-11; Sal. 46; Hebreos, 9, 24-28; 10, 19-23; Lc. 24,
46-53
Hemos escuchado el relato que nos hace san Lucas tanto
en los Hechos de los Apóstoles como en el evangelio de la Ascensión del Señor.
Con gozo grande estamos hoy celebrando la gloria del Señor. También quizá
nosotros como los apóstoles en el Monte de los Olivos nos hemos quedado
extasiados contemplando su vuelta al Padre, como lo había anunciado
repetidamente en la última cena.
‘Galileos, ¿qué hacéis
ahí plantados mirando al cielo?’,
fue el grito que les hacía volver en sí de su ensimismamiento de aquellos dos
hombres vestidos de blanco que de repente se presentaron ante ellos. Pero quizá
era una reacción totalmente natural. Era una despedida y ya sabemos que las
despedidas son dolorosas. Nos quedamos viendo marcharse y alejarse a quien
hemos despedido como si deseáramos que una vez más se vuelva hacia nosotros
para tener algún nuevo gesto de su adiós o como si deseáramos que volviese de
nuevo junto a nosotros. Siempre recuerdo en mi infancia lo doloroso y
traumático de la despedida primero de mis hermanos, luego de mi padre cuando
marcharon a Venezuela; nos quedábamos allá junto al malecón del muelle viendo
alejarse el barco como si en la lejanía todavía nos siguieran haciendo el gesto
de despedida con la mano.
Así estaban los apóstoles ensimismados. ‘¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?
El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis
visto marcharse’. ¿Palabras de consuelo que tratan de animar a quien está
triste por la despedida? ¿o palabras que despiertan de verdad esperanza? Ya nos
lo había enseñado Jesús. Nos había dicho que estaría siempre con nosotros. Pero
ahora era de una manera nueva, tendríamos que tener otros ojos, otra mirada
para descubrirle, para verle, para sentirle. Ahora necesitaríamos mucho más de
la fe.
‘No os alejéis de
Jerusalén’, les
había dicho. ‘Quedaos en la ciudad hasta
que recibáis fuerza de lo alto… aguardad a que se cumpla la promesa de mi Padre
de la que os he hablado… dentro de pocos días seréis bautizados con Espíritu
Santo’.
Jesús sube al cielo, como decíamos en el salmo ‘Dios asciende entre aclamaciones, el Señor
al son de trompetas’; es la vuelta de Jesús al Padre como nos lo había
anunciado. ‘Es el Señor, el rey de la
gloria, vencedor del pecado y de la muerte que asciende a lo más alto del
cielo, como mediador entre Dios y los hombres, como juez de vivos y muertos’. Pero no se desentiende de nosotros porque su
presencia por la fuerza del Espíritu prometido va a estar para siempre con
nosotros. Es la presencia nueva y viva que podemos sentir y experimentar, que
viviremos en cada uno de los sacramentos; es la presencia viva que por la
fuerza del Espíritu podremos experimentar cuando amamos de verdad a los
hermanos. ‘El mismo Jesús que os ha
dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse’, que le
decían los ángeles a los apóstoles.
Pero Jesús nos está además confiando una misión al
mismo tiempo que su ascensión los está levantando a nosotros hacia lo alto. Su
victoria es nuestra victoria y en su victoria en su gloriosa ascensión nos está
diciendo cómo nosotros hemos de ir realizando esa ascensión en nuestra vida
para que sea victoria como la de él.
Por la fuerza del Espíritu sentiremos cómo nosotros
somos llevados a lo alto, cómo nosotros hemos de emprender también una
ascensión en nuestra vida. Es ese crecer de nuestra vida cada día con más fe y
con más amor; es ese crecer de nuestra vida superando vicios, apegos y
ataduras; es ese crecer cuando somos capaces de llenar nuestro corazón de amor
y de misericordia para ser compasivos con los demás, para saber perdonar, para
saber confiar en el otro; es ese crecer en nuestra vida cuando ahondamos más y
más abriéndonos a un espíritu de oración y de escucha atenta a la palabra del
Señor; es ese crecer cuando somos capaces de darnos y de sacrificarnos por los
demás, por causas nobles y bellas, por la búsqueda de la verdad; es ese
crecimiento interior cuando somos portadores de paz y constructores de
reconciliación allí en medio de nuestros hermanos; es ese crecimiento en la búsqueda
de lo bueno, de lo justo con un corazón generoso y lleno de amor.
Es una tarea que día a día hemos de ir realizando
aunque nos suponga esfuerzo y superación porque no nos queremos quedar en una
vida ramplona y sin ideales para luchar por un mundo mejor. Es la tarea de la
construcción del Reino de Dios que hemos de ir realizando y para lo que Jesús
en su marcha al cielo nos ha dejado el testigo en nuestras manos que no podemos
de ninguna manera rehuir ni dejar a un lado. Es la misión que Jesús nos ha
confiado y para lo que nos ha dejado la fuerza de su Espíritu.
‘En su nombre se
predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos
comenzando por Jerusalén’,
escuchamos que Jesús les confía a sus apóstoles, nos confía a nosotros antes de
la Ascensión. Por eso, aunque sentimos deseos de quedarnos extasiados mirando
al cielo, sin embargo hemos de seguir mirando al mismo tiempo a ras del suelo
para ver ese mundo donde tenemos que hacer ese anuncio, para ver a esos
hermanos a los que tenemos que anunciarles el nombre de Jesús, pero para ver
también los sufrimientos de nuestros hermanos los hombres, en tantos que están caídos
a la vera del camino y que como aquel buen samaritano de la parábola hemos de
saber bajarnos de nuestra cabalgadura para con el vino y el aceite de nuestro
amor, de nuestra generosidad, de nuestro compartir sanar sus heridas, sanar las
heridas de nuestro mundo.
Hemos de ser testigos de Cristo muerto y resucitado
llevando más amor a nuestro mundo porque es lo que verdaderamente lo podrá
transformar; hemos de ser testigos de misericordia y de fraternidad, de comunión
y de paz entre nuestros hermanos siendo de verdad instrumentos de
reconciliación.
Cristo nos envía a anunciar la Buena Noticia, con la
misma misión que El recibió del Padre, para evangelizar a los pobres, para
sanar corazones desgarrados, para ayudar a la más profunda liberación de tantas
esclavitudes en que vive inmerso nuestro mundo. A un mundo que padece de
tristeza y angustia nosotros hemos de predicar la alegría y la esperanza; a un
mundo desorientado que no encuentra caminos de redención nosotros tenemos que
anunciar que Cristo es el Camino y la Verdad y la Vida; a un mundo dividido y
roto por las guerras, los enfrentamientos y los egoísmos ambiciosos nosotros
tenemos que trabajar por la paz y la reconciliación y señalar que el amor es la
mejor senda para hacer un mundo nuevo; a un mundo lleno de injusticias y
maldades que sigue esclavizando a los más débiles nosotros tenemos que
anunciarles la verdadera liberación que en Cristo podemos encontrar. A un mundo
que vive sin Dios, al margen de Dios, nosotros hemos de hacerle ver que en
verdad Dios está en medio de nosotros.
Y todo eso lo realizamos con esperanza, con la fe
cierta de que la victoria de Cristo que hoy celebramos en su Ascensión es
también nuestra victoria, porque no estamos solos, porque el Espíritu de Cristo
está con nosotros y El es nuestra fuerza y nuestra luz; en El encontramos la
gracia y tenemos la fortaleza y el valor para realizar esa lucha por ese mundo
mejor. ‘El ha querido precedernos como
cabeza nuestra, para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la
ardiente esperanza de seguirlo en su Reino’, como decimos en el prefacio.
‘Mientras Jesús bendiciéndolos
se separó de ellos subiendo al cielo, ellos se postraron ante El y se volvieron
a Jerusalén con gran alegría’.
Es la alegría, la fiesta grande que también nosotros hoy celebramos en su
Ascensión. No nos caben las tristezas porque la ascensión no es una despedida
llena de amarguras, sino que es aprender a descubrir y a sentir esa presencia
nueva de Cristo entre nosotros para hacerlo también cada día más presente en
nuestro mundo.
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