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domingo, 12 de mayo de 2013


La Ascensión, fiesta grande de esperanza que nos hace testigos de una presencia nueva de Cristo entre nosotros

Hechos, 1, 1-11; Sal. 46; Hebreos, 9, 24-28; 10, 19-23; Lc. 24, 46-53
Hemos escuchado el relato que nos hace san Lucas tanto en los Hechos de los Apóstoles como en el evangelio de la Ascensión del Señor. Con gozo grande estamos hoy celebrando la gloria del Señor. También quizá nosotros como los apóstoles en el Monte de los Olivos nos hemos quedado extasiados contemplando su vuelta al Padre, como lo había anunciado repetidamente en la última cena.
‘Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?’, fue el grito que les hacía volver en sí de su ensimismamiento de aquellos dos hombres vestidos de blanco que de repente se presentaron ante ellos. Pero quizá era una reacción totalmente natural. Era una despedida y ya sabemos que las despedidas son dolorosas. Nos quedamos viendo marcharse y alejarse a quien hemos despedido como si deseáramos que una vez más se vuelva hacia nosotros para tener algún nuevo gesto de su adiós o como si deseáramos que volviese de nuevo junto a nosotros. Siempre recuerdo en mi infancia lo doloroso y traumático de la despedida primero de mis hermanos, luego de mi padre cuando marcharon a Venezuela; nos quedábamos allá junto al malecón del muelle viendo alejarse el barco como si en la lejanía todavía nos siguieran haciendo el gesto de despedida con la mano.
Así estaban los apóstoles ensimismados. ‘¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse’. ¿Palabras de consuelo que tratan de animar a quien está triste por la despedida? ¿o palabras que despiertan de verdad esperanza? Ya nos lo había enseñado Jesús. Nos había dicho que estaría siempre con nosotros. Pero ahora era de una manera nueva, tendríamos que tener otros ojos, otra mirada para descubrirle, para verle, para sentirle. Ahora necesitaríamos mucho más de la fe.
‘No os alejéis de Jerusalén’, les había dicho. ‘Quedaos en la ciudad hasta que recibáis fuerza de lo alto… aguardad a que se cumpla la promesa de mi Padre de la que os he hablado… dentro de pocos días seréis bautizados con Espíritu Santo’.
Jesús sube al cielo, como decíamos en el salmo ‘Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas’; es la vuelta de Jesús al Padre como nos lo había anunciado. ‘Es el Señor, el rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte que asciende a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres, como juez de vivos y muertos’.  Pero no se desentiende de nosotros porque su presencia por la fuerza del Espíritu prometido va a estar para siempre con nosotros. Es la presencia nueva y viva que podemos sentir y experimentar, que viviremos en cada uno de los sacramentos; es la presencia viva que por la fuerza del Espíritu podremos experimentar cuando amamos de verdad a los hermanos. ‘El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis visto marcharse’, que le decían los ángeles a los apóstoles.
Pero Jesús nos está además confiando una misión al mismo tiempo que su ascensión los está levantando a nosotros hacia lo alto. Su victoria es nuestra victoria y en su victoria en su gloriosa ascensión nos está diciendo cómo nosotros hemos de ir realizando esa ascensión en nuestra vida para que sea victoria como la de él.
Por la fuerza del Espíritu sentiremos cómo nosotros somos llevados a lo alto, cómo nosotros hemos de emprender también una ascensión en nuestra vida. Es ese crecer de nuestra vida cada día con más fe y con más amor; es ese crecer de nuestra vida superando vicios, apegos y ataduras; es ese crecer cuando somos capaces de llenar nuestro corazón de amor y de misericordia para ser compasivos con los demás, para saber perdonar, para saber confiar en el otro; es ese crecer en nuestra vida cuando ahondamos más y más abriéndonos a un espíritu de oración y de escucha atenta a la palabra del Señor; es ese crecer cuando somos capaces de darnos y de sacrificarnos por los demás, por causas nobles y bellas, por la búsqueda de la verdad; es ese crecimiento interior cuando somos portadores de paz y constructores de reconciliación allí en medio de nuestros hermanos; es ese crecimiento en la búsqueda de lo bueno, de lo justo con un corazón generoso y lleno de amor.
Es una tarea que día a día hemos de ir realizando aunque nos suponga esfuerzo y superación porque no nos queremos quedar en una vida ramplona y sin ideales para luchar por un mundo mejor. Es la tarea de la construcción del Reino de Dios que hemos de ir realizando y para lo que Jesús en su marcha al cielo nos ha dejado el testigo en nuestras manos que no podemos de ninguna manera rehuir ni dejar a un lado. Es la misión que Jesús nos ha confiado y para lo que nos ha dejado la fuerza de su Espíritu.
‘En su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos comenzando por Jerusalén’, escuchamos que Jesús les confía a sus apóstoles, nos confía a nosotros antes de la Ascensión. Por eso, aunque sentimos deseos de quedarnos extasiados mirando al cielo, sin embargo hemos de seguir mirando al mismo tiempo a ras del suelo para ver ese mundo donde tenemos que hacer ese anuncio, para ver a esos hermanos a los que tenemos que anunciarles el nombre de Jesús, pero para ver también los sufrimientos de nuestros hermanos los hombres, en tantos que están caídos a la vera del camino y que como aquel buen samaritano de la parábola hemos de saber bajarnos de nuestra cabalgadura para con el vino y el aceite de nuestro amor, de nuestra generosidad, de nuestro compartir sanar sus heridas, sanar las heridas de nuestro mundo.
Hemos de ser testigos de Cristo muerto y resucitado llevando más amor a nuestro mundo porque es lo que verdaderamente lo podrá transformar; hemos de ser testigos de misericordia y de fraternidad, de comunión y de paz entre nuestros hermanos siendo de verdad instrumentos de reconciliación.
Cristo nos envía a anunciar la Buena Noticia, con la misma misión que El recibió del Padre, para evangelizar a los pobres, para sanar corazones desgarrados, para ayudar a la más profunda liberación de tantas esclavitudes en que vive inmerso nuestro mundo. A un mundo que padece de tristeza y angustia nosotros hemos de predicar la alegría y la esperanza; a un mundo desorientado que no encuentra caminos de redención nosotros tenemos que anunciar que Cristo es el Camino y la Verdad y la Vida; a un mundo dividido y roto por las guerras, los enfrentamientos y los egoísmos ambiciosos nosotros tenemos que trabajar por la paz y la reconciliación y señalar que el amor es la mejor senda para hacer un mundo nuevo; a un mundo lleno de injusticias y maldades que sigue esclavizando a los más débiles nosotros tenemos que anunciarles la verdadera liberación que en Cristo podemos encontrar. A un mundo que vive sin Dios, al margen de Dios, nosotros hemos de hacerle ver que en verdad Dios está en medio de nosotros.
Y todo eso lo realizamos con esperanza, con la fe cierta de que la victoria de Cristo que hoy celebramos en su Ascensión es también nuestra victoria, porque no estamos solos, porque el Espíritu de Cristo está con nosotros y El es nuestra fuerza y nuestra luz; en El encontramos la gracia y tenemos la fortaleza y el valor para realizar esa lucha por ese mundo mejor. ‘El ha querido precedernos como cabeza nuestra, para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino’, como decimos en el prefacio.
‘Mientras Jesús bendiciéndolos se separó de ellos subiendo al cielo, ellos se postraron ante El y se volvieron a Jerusalén con gran alegría’. Es la alegría, la fiesta grande que también nosotros hoy celebramos en su Ascensión. No nos caben las tristezas porque la ascensión no es una despedida llena de amarguras, sino que es aprender a descubrir y a sentir esa presencia nueva de Cristo entre nosotros para hacerlo también cada día más presente en nuestro mundo.

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