Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad…
Hechos, 20, 28-38; Sal. 67; Jn. 17, 11-19
En estos últimos días de pascua estamos escuchando en
el evangelio, en los días en medio de la semana, la llamada oración sacerdotal
de Jesús en la última cena. Habríamos comenzado ayer pero por la celebración de
fiesta del Apóstol San Matías no lo hicimos.
Repetidamente Jesús en el evangelio nos manifiesta su
deseo de estar siempre con nosotros, y nos va enseñando al mismo tiempo cómo
nosotros hemos y podemos vivir en El. Al final del Evangelio en la Ascensión
nos prometerá, como nos dice el evangelio de san Mateo, que estará siempre con
nosotros ‘todos los días hasta el fin del
mundo’.
Pero estas palabras que escuchamos estos días en la
oración sacerdotal de Jesús en el Cenáculo realmente son palabras consoladoras
para los que creemos en El y queremos permanecer unidos a El. Sin ocultarnos
que no nos será fácil vivir en medio del mundo testimoniando nuestra fe y
queriendo vivir unidos a El porque el mundo no nos aceptará, porque no nos verá
como los suyos, nos consuela diciéndonos que ora por nosotros al Padre. ‘Padre Santo: guárdalos en tu nombre a los
que me has dado, para que sean uno como nosotros’. Esta petición por la
unidad de los que creemos en Jesús se repetirá a lo largo de la oración.
Ha pedido para que alcancemos y permanezcamos en la
vida eterna que consiste en que conozcamos al Padre como único Dios verdadero y
reconozcamos a Jesús, como su enviado. Y ruega Jesús por nosotros para que
mantengamos esa fe y podamos alcanzar la vida eterna. Nos habla de cómo cuidaba
a los suyos mientras estaba en el mundo, pero ahora que vuelve al Padre no
quiere que nadie perezca. Por eso le habíamos escuchado anunciarnos y
prometernos la presencia de su Espíritu, que será nuestro guía y nuestra
fortaleza, la luz de nuestra vida y nuestra sabiduría, el que estará allá en lo
más hondo de nuestro corazón y el que inspirará también nuestra oración al
Padre.
Por eso nos dirá que nos habla de todo esto para que no
nos falte la alegría más honda de nuestro corazón. Y cómo no la vamos a sentir
cuando de tal manera nos sentimos amados por Dios, de qué manera estamos en el
corazón de Cristo que inundará nuestro corazón de su gracia y de su vida. ‘Ahora voy a ti, dice en su oración, y digo esto en el mundo, para que ellos
mismos tengan mi alegría cumplida’.
No nos podemos sentir solos. Cuando hemos hablado y
reflexionado de cómo se sentían los apóstoles y discípulos cuando Jesús les
hablaba de su vuelta al Padre, o de cuáles podían ser los sentimientos en el
momento de la Ascensión al cielo, hemos ido escuchando las palabras de Jesús
asegurándonos su presencia para siempre, como ya hoy también hemos dicho. Para
ellos nos enviará su Espíritu; para ello hoy le escuchamos en esta hermosa oración
de Cristo sacerdote por sus discípulos.
No nos podemos sentir solos, decíamos, porque viene a
nosotros el Espíritu divino que nos consagra y nos santifica. Signo de ello,
como tantas veces hemos dicho, la unción que hemos recibido en los sacramentos
sobre todo del Bautismo y de la Confirmación. Estamos ungidos, estamos
consagrados, estamos llamados a vivir santamente nuestra vida porque teniendo
al Espíritu Santo en nosotros nos sentimos santificados con su gracia para
vivir con toda fidelidad nuestra fe y nuestro amor.
Lo que ha sido consagrado ya no podrá dedicarse a otra
cosa que no sea santa; si hemos sido consagrados desde la unción de nuestro
bautismo así ha de ser nuestra vida en consecuencia. Por eso el cristiano lucha
por estar siempre alejado del pecado, por no sucumbir en la tentación. No nos
faltará la gracia y la fuerza del Espíritu del Señor. Eso viene a significar
también esa unción que recibimos, como un escudo protector que nos previene y
nos defiende de todo ataque del mal.
‘Santifícalos en la
verdad: tu palabra es verdad… por ellos me consagro yo, para que también ellos
se consagren en la verdad’.
Que sintamos ese escudo de la gracia que nos protege y nos defiende. Que nunca
nos alejemos de esa vida de Dios para que todo sea siempre para la gloria del
Señor.
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