Que el Señor nos dé sabiduría y prudencia para seguir los caminos del Señor
Oseas, 14, 2-10; Sal. 50; Mt. 10, 16-23
‘¿Quién será el sabio que lo comprenda, el prudente que lo entienda? Rectos son los caminos del Señor, los justos andan por ellos, los pecadores tropiezan en ellos’. Ojalá alcanzáramos esa sabiduría divina y aprendiéramos a caminar caminos de justicia y santidad.
Es la invitación del profeta, la llamada y el ofrecimiento que nos hace hoy el Señor. Mucho hemos tropezado en nuestro camino y no somos justos ni santos. Pero si nos convertimos al Señor, si le damos la vuelta a la vida para volvernos a Dios aprenderemos lo que es esa sabiduría divina. Lo hemos venido reflexionando estos días y es la invitación que hoy escuchamos de parte del Señor. Recordamos cómo la Palabra del Señor nos invitaba a buscarla como el más preciado tesoro, verdadera riqueza de nuestro corazón.
Hemos de comenzar por reconocer nuestros tropiezos y ver que sólo en el Señor es donde verdaderamente hemos de apoyarnos. ‘No nos salvará Asiria, no montaremos a caballo, no volveremos a llamar dios a la obra de nuestras manos’. Así hablaba el profeta invitándoles a poner su confianza en el Señor y no confiar solamente en el poder de las alianzas que hicieran con otros pueblos - Asiria como salvación para su situación -, o de sus ejércitos - ‘no montaremos a caballo’ - o de aquello que por sí mismos pudieran hacer. Era un pueblo avocado a la idolatría y tenía la tentación de crearse sus propios dioses- ‘llamar dios a la obra de sus manos’ -.
Es el orgullo que se introduce tantas veces en nuestra vida, nuestra autosuficiencia pensando que sabemos hacerlo todo por nosotros mismos, o nuestra soberbia para creernos mejores que los demás y nadie puede estar por encima de nosotros. actitudes dañinas que se nos meten tantas veces en el corazón, que nos inducen al desprecio en nuestro orgullo de los que están a nuestro lado, o nuestro olvido de Dios apartándonos de sus caminos. Cuántas veces en nuestro orgullo nos creemos tan sabios que pretendemos incluso enmendar los mandamientos del Señor.
Por eso, como decíamos comenzamos por reconocer nuestros errores y tropiezos, pero también por reconocer lo que es la bondad del Señor. ‘Yo curaré sus extravíos, los amaré sin que lo merezcan, mi cólera se apartará de ellos’, nos dice el Señor. Así es el amor del Señor, así nos ama y no porque nosotros lo merezcamos, sino por su benevolencia.
Bellas imágenes las que nos sigue ofreciendo el profeta para expresarnos cómo cuando estamos con el Señor todo lo bueno vuelve a florecer en nuestra vida. Como un bello jardín, como un huerto bien cuidado y lleno de árboles de ricos frutos, como una rica hacienda que nos llena de riqueza con el producto de nuestro trabajo. Así nuestra vida cuando estamos con el Señor. Nos recuerda la imagen que se repite a lo largo del camino del desierto y que llenaba al pueblo de esperanza, pues el Señor les había prometido una tierra de rica fertilidad, una tierra que manaba leche y miel.
‘¿Quién será el sabio que lo comprenda, el prudente que lo entienda?’ era la pregunta que con el profeta nos hacíamos desde el principio de esta reflexión. Que alcancemos, sí, esa sabiduría y esa prudencia para seguir los caminos del Señor. A pesar de todo lo que nos ofrece el Señor y de la experiencia del amor de Dios que todos tenemos y que tantas veces hemos reflexionado y meditado, sin embargo seguimos apegados a nuestro pecado. Que se mueva nuestro corazón, que seamos capaces de volvernos al Señor; que sintamos la fuerza de la gracia que siempre está actuando en nosotros y no la echemos en saco roto.
‘En mi interior me inculcas sabiduría…’ decíamos en el salmo. ‘Crea en mi, Señor, un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme… devuélveme la alegría de la salvación… que mi boca, mi corazón, mi vida proclame siempre tu alabanza’.
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