Testigos, elegidos y amados para ser sus amigos
Hechos, 1, 15-17.20-26; Sal. 112; Jn. 15, 9-17
‘No sois vosotros los
que me habéis elegido a mi, soy yo quien os he elegido; y os he destinado para
que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure’. Así hemos escuchado en el Evangelio
las palabras de Jesús. Nos puede parece repetitivo este texto, porque lo
escuchamos ayer domingo VI de Pascua y lo hemos escuchado también la semana
pasada en la lectura continuada que estamos haciendo del evangelio de san Juan.
Pero el motivo de escucharlo hoy de nuevo es por la
fiesta del Apóstol san Matías que estamos celebrando. Una vez más se muestra la
elección de Dios que es quien llama. La vocación es un don de Dios, no es
cuestión de voluntariedad humana. Es el Señor el que llama y elige.
Jesús había constituido el grupo de los Doce Apóstoles
como fundamento de su Iglesia y serían los que habían de ser enviados (eso
significa apóstoles en el fondo) con el anuncio del evangelio por todo el mundo
y en torno a los apóstoles había de constituirse la iglesia de Jesús. Se había
perdido uno, el que lo traicionó, Judas Iscariote,
que hizo de guía de los que prendieron a Jesús y había de elegirse quien ocupara
su lugar, como dice Pedro.
El grupo de los once reunidos con Pedro a la cabeza
invocan al Señor para que sea el Señor el que designe quien había de ocupar ese
lugar. ‘Hace falta que uno se asocie a
nosotros como testigo de la resurrección de Jesús, uno de los que nos
acompañaron mientras convivió con nosotros el Señor Jesús…’ Proponen dos nombres
y echándolo a suerte salió elegido Matías que fue asociado al grupo de los
Apóstoles.
Importante las características que se manifiestan:
había de ser testigo de la resurrección del Señor y había de ser de quienes
estuvieron con Jesús desde el principio. Son los primeros testigos que nos
trasmiten la fe en Jesús, los primeros testigos de la resurrección del Señor. Y
entra a formar parte del grupo de los apóstoles, de aquellos más cercanos a
Jesús. De aquellos, como nos dice hoy en el evangelio, de los que son llamados
‘amigos’ por Jesús. ‘A vosotros os llamo
amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer’.
Unas características que nosotros desde nuestra fe en
Jesús resucitado también hemos de compartir. No somos testigos directos, como
los apóstoles, de la resurrección de Jesús, pero sí, desde nuestra fe en Jesús
y todo lo que tiene que ser nuestra vivencia cristiana, también hemos de
convertirnos en testigos de Jesús. Testigos de lo que vivimos y experimentamos
allá en lo más hondo de nosotros mismos. Testigos de una fe con nuestro amor,
con nuestro ejemplo, con todo lo que es la vivencia de nuestra identidad
cristiana.
Testigos y amigos, porque nos sentimos amados del
Señor; amados con un amor de elección preferencial. Experimentamos de mil
maneras ese amor del Señor en nuestra vida. Experimentamos esa presencia
amorosa de Dios en nosotros y así hemos de cultivar nuestra oración, nuestro
trato con el Señor. Es sentir a Dios, su presencia, su gracia, su amor. Es
gozarnos en la presencia del Señor que llena nuestra vida. Es disfrutar de esa
presencia y amor de Dios que experimentamos allá en lo más hondo de nuestra
vida en la intimidad de la oración. Cómo tenemos que aprender a orar de verdad,
no para solo repetir unas palabras o unos ritos, sino para disfrutar de la presencia
del Señor y escucharle allá en nuestro corazón como El sabe hablarnos, como El
sabe manifestársenos.
Es que cuando nos llenemos así de Dios, cuando nos
sintamos inundados de su presencia y de su amor, aprenderemos lo que es el amor
verdadero y comenzaremos a amar con un amor como el de Jesús. Es lo que una vez
más nos enseña hoy; es el mandamiento que nos da; es el distintivo que tiene
que haber en nuestra vida; es el fruto que hemos de dar amando a los demás,
cumpliendo sus mandamientos, viviendo en fidelidad total a esa amistad y
elección del Señor.
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