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miércoles, 29 de diciembre de 2010

Ofrenda y acción de gracias a Dios porque ha llegado la salvación


1Jn. 2, 3-11; Sal. 95; Lc. 2, 22-35

En el evangelio, salvo los días de celebración especial como han sido los Santos Inocentes, San Esteban o San Juan Evangelista de estos días pasados, seguimos leyendo durante la octava de la navidad todo lo referente a la infancia de Jesús, mientras de forma continuada comenzamos a leer la primera carta de San Juan.

El texto del evangelio de hoy nos manifiesta por una parte la actitud creyente de toda familia judía que hacía ofrenda a Dios de lo mejor de si misma en esa consagración al Señor de todo hijo primogénito y por otra parte la esperanza del pueblo judío representado en este caso en el anciano Simeón que ve cumplidas sus esperanzas conforme a la palabra que había recibido del Señor.

Fijémonos brevemente por partes. A los cuarenta día del nacimiento conforme a la ley mosaica toda madre que había dado a luz había de presentarse en el templo para su purificación ritual, pero también todo hijo primogénito había de ser consagrado al Señor. Es el acontecimiento que nos narra hoy el evangelio. Es la actitud del creyente que reconoce en todo la acción del poder del Señor y que da gracias a Dios por la vida que ha recibido. Había de ofrecer las primicias y lo mejor de todos sus frutos al Señor como un reconocimiento del poder y gracia del Señor.

Aquel niño que había nacido pobre entre los pobres porque ni siquiera había sitio para su nacimiento en una posada, sino que ha de nacer en un establo y ser recostado entre pajas, ahora en la ofrenda al Señor también se hace la oblación de los pobres, un par de tórtolas o dos pichones, que es lo que ofrecen María y José. Es bien significativo en aquel cuyo nacimiento fue anunciado a unos pastores y en quien viene a evangelizar a los pobres, a los que llamará dichosos porque de ellos es el Reino de los cielos. ¿Nos estará queriendo decir algo ya a nosotros para que aprendamos a vivir con ese corazón pobre y para que le sepamos ofrecer lo mejor de nuestro corazón y nuestra vida al Señor?

El otro aspecto en el que podemos fijarnos es en el anciano Simeón. Está manifestándonos lo que eran la esperanzas del pueblo de Israel. Allí está en el templo cada día en la espera de que sus ojos puedan contemplar al Mesías de Dios, como le había prometido el Espíritu Santo, ‘que no vería la muerte antes de ver al Mesías de Dios’. Sus esperanzas y las promesas del Señor se ven cumplidas. ‘Impulsado por el Espíritu Santo fue al templo’, nos dice el evangelista.

‘Ahora, Señor, según tu promesa puedes dejar a tu siervo irse en paz’. Ha contemplado con sus ojos al Salvador que viene como ‘luz de las naciones y gloria de su pueblo Israel’. Es la alegría y la acción de gracias, es el reconocimiento de la presencia del Señor, de su Salvador y es el gozo en el Espíritu. Bendice a Dios, porque el Deseado de todos los pueblos se ha hecho presente en medio de su pueblo.

Quizá podríamos preguntarnos si nosotros, que estamos celebrando el nacimiento del Señor, que contemplamos también con nuestros propios ojos desde lo más hondo de nuestra fe que llega a nuestra vida la salvación, habremos dado gracias suficientemente estos días al Señor. Es cierto que lo hemos celebrado. Aquí entre nosotros hemos querido vivir con la mayor intensidad nuestras celebraciones. Pero una y otra vez hemos de saber dar gracias, bendecir al Señor, reconocer su presencia salvadora en medio de nosotros.

Finalmente otro aspecto en que fijarnos podrían ser las palabras proféticas que el anciano Simeón le dice a María anunciándole una vez el significado de Jesús para nuestra salvación y también la espada de dolor que iba a atravesar su alma sobre todo cuando llegase el momento de la pasión. No es necesario decir más cosas sino contemplemos a María y pongámonos a su lado, sintámonos a nuestro lado para que aliente nuestra fe y nuestra esperanza.

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