Gen. 22, 1-19
Sal. 114
Mt. 9, 1-8
Sal. 114
Mt. 9, 1-8
‘Dios puso a prueba a Abrahán’. Es impresionante el texto que nos ofrece el libro del Génesis. El llamada sacrificio de Isaac, que más bien quizá tendríamos que decir el sacrificio de Abrahán.
‘Aquí me tienes’, fue la respuesta de Abrahán a la llamada de Dios. Aquí me tienes no es la respuesta de un momento sino la respuesta de una vida. Hasta tres veces de una forma semejante escuchamos hoy esta respuesta de Abrahán. Fue en primer lugar a la llamada de Dios para que le ofreciera en sacrificio a su hijo. ‘Aquí estoy, hijo mío’, que le responde a Isaac ante las inocentes pero dolorosas preguntas del hijo. ‘Aquí me tienes’, responde al ángel del Señor que le impide realizar definitivamente el sacrificio.
Pero había sido la respuesta desde el principio cuando Dios le pide salir de su casa y ponerse en camino para ir a donde se le señale. Pero era al mismo tiempo la actitud permanente de quien llamamos el padre de los creyentes, el padre y modelo de nuestra fe. Siempre creyó y siempre confió en Dios. No perdió esperanza cuando parecía que se perdía toda esperanza y se fiaba de la fidelidad de Dios que le había prometido ser padre de un pueblo numeroso.
‘Aquí me tienes’, es la respuesta cuando ahora Dios le pide sacrificar a su hijo, el hijo de la promesa. Nos parece cruel. Hemos de tener en cuenta lo que eran las costumbres de los pueblos y las religiones primitivas. Ofrecer sacrificios para aplacar a la divinidad, ofrecer sacrificio incluso humanos, como podían ser los hijos, porque era en su pensamiento la manera de agradar a Dios.
Aunque ésta es la petición que Abrahán siente en su corazón era otra cosa lo que le pedía Dios. No importaba el sacrificio de una vida humana, de un hijo, aunque duro tenía que estar pasándolo su corazón de padre, sino lo que importaba el sacrificio del yo, el sacrificio de la voluntad; sacrificio a la larga más sangrante, porque negarte a tí mismo y a tu voluntad no es que fuera cosa fácil. Y ese es el sacrificio que Dios quiere, para que en todo busquemos siempre su voluntad. Es la obediencia de la fe.
Este sacrificio de Isaac, o, si queremos, de Abrahán nos está enseñando por una parte esa ofrenda que de nosotros mismos hemos de hacer, de nuestra voluntad y de nuestro amor, pero es también imagen del sacrificio del Hijo de Dios. Dios que nos entrega a su Hijo y nos lo entrega por amor. ‘Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único…’ Y aquí el sacrificio sí tuvo que llegar hasta el final, hasta la cruz, hasta la muerte, hasta dar la vida por nosotros. ‘Dios no perdonó a su Hijo por amor nuestro’.
‘Aquí estoy para hacer tu voluntad’, fue el grito del Hijo en su entrada en el mundo. ‘Que llegue ya esta hora… que pase de mí este cáliz… que no se haga mi voluntad sino la tuya…’ Es el sacrificio y la ofrenda de Cristo. Pero es la ofrenda que Cristo hace en total libertad. ‘Nadie me arrebata la vida, sino que yo la entrego libremente…’ Y Jesús toma el camino de la pasión y de la cruz. No es un sacrificio ni una ofrenda obligada, sino una ofrenda y un sacrificio realizado en total libertad. Porque es el sacrificio y la ofrenda del amor. Y el que ama se da, y se da libremente, y se da totalmente.
Es lo que tenemos que aprender y que tanto nos cuesta. Obedientes a la voluntad del Padre, para buscar en todo su voluntad. Pero una voluntad de Dios que nosotros escogemos y acogemos, asumimos en total libertad, en la libertad del amor, en la ofrenda del amor. Como Abrahán, como Jesús en la cruz. Nuestro sacrificio sería así ya distinto. Porque con el sacrificio de nuestro yo, de nuestra voluntad, para buscar en todo y siempre la voluntad de Dios, nos estamos uniendo al sacrificio redentor de Cristo, a su ofrenda de amor.
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