Dispuestos a escardar la tierra de nuestra vida para arrancar las malas hierbas que malearían el jardín de la vida, abonándola con el amor de Dios para obtener buenos frutos
1Reyes 18, 41-46; Salmo 64; Mateo 5, 20-26
Si nos ponemos a hablar razonablemente seguramente
todos estaremos de acuerdo en que lo más bonito en nuestras mutua relaciones es
que lo hagamos con paz y armonía, con buen entendimiento y con diálogo,
buscando siempre lo que nos acerque y evitando todo aquello que pudiera crear
abismos entre unos y otros. Digo, si nos ponemos a hablar razonablemente, pero
bien sabemos cómo pronto salta la chispa y aparece en la práctica todo lo
contrario; se nos puede derivar pronto la conversación a buscar culpabilidades,
a decir que el otro no es razonable, que si alguien me sale con algo que no me
guste tendré que contestarle y poco a poco se va elevando el tono para caer en
esa espiral en que fácilmente nos vemos envueltos en esta sociedad.
Hay demasiada acritud, aflora muy
pronto el amor propio que se siente herido por cualquier cosa, vienen las malas
interpretaciones, pronto aparecerán palabras que pueden ser insultantes o por
las que alguien puede sentirse herido, y comenzamos a ir por una pendiente
peligrosa en donde lo que tendría que ser delicadeza se convierto pronto en
violencia y terminamos poniéndonos barreras entre unos y otros porque se rompe
la sintonía del corazón, entra la discordia, y ya quien no piense como nosotros
es un adversario que van en contra nuestra y un enemigo.
Lo podemos ver en la cercanía de los
que están a nuestro lado, porque incluso en las familias no nos hemos librado
de esas tensiones, pero es el ejemplo también que nos están dando nuestros
dirigentes en que todo son descalificaciones, de ninguna manera se busca el
encuentro y el entendimiento y aparecen tantas violencias. Somos fáciles a ir a
una manifestación contra una guerra que nos parece injusta en cualquier lugar
del mundo, pero no somos capaces de manifestarnos en contra de esa violencia
hasta institucional que estamos viendo cada día en nuestra sociedad.
Nos hemos preguntado en reflexiones
anteriores sobre qué presencia estamos teniendo los cristianos en medio de
nuestro mundo, en nuestra sociedad y en esos lugares donde se decide y se
construye el futuro de nuestra sociedad. Tendríamos que preguntarnos también
qué estamos haciendo por nuestra parte para hacer que nuestro mundo sea mejor,
haya mayor armonía, y realmente nos convirtamos en instrumentos de paz en medio
de la violencia que se está generando cada día en nuestra sociedad.
Me estoy haciendo esta reflexión desde
lo que nos está planteando hoy Jesús en el evangelio. Seguimos con el llamado
sermón del monte; ayer nos invitaba Jesús a que busquemos el sentido y el valor
de los mandamientos que nos tienen que conducir a una mayor plenitud de vida.
Hoy de una forma concreta comienza a hablarnos del amor que tiene que envolver
nuestra vida. Tenemos que dar un paso más que un mero cumplimiento.
No es solo ya el arrancar de nosotros
esa violencia explicita que nos puede conducir a romper la vida de los demás,
sino también todas esas señales de violencia que envuelven nuestras palabras y
nuestros gestos, que se vuelven insultantes o hirientes, que desprecian o
discriminan por cualquier motivo. Nos disculpamos tantas veces en nuestro mal
carácter para disimular el infantilismo de nuestra inmadurez y de la falta de
rectitud que tendríamos que tener en el corazón.
Por eso nos habla claramente Jesús de
reconciliación, que es encontrar la paz con el otro, pero que es también saber
encontrar la paz en nuestro propio corazón. Es la paz que va a generar un corazón
generoso y comprensivo, que busca siempre el encuentro y la armonía, que sabe
entrar en sintonía para desde lo bueno de cada uno saber ser constructores de
algo mejor.
Y de eso tenemos que dar testimonio
claro y valiente los que creemos en Jesús. También podemos sentir la tentación
de la violencia, también nos cuesta entendernos y perdonar, también muchas
veces pueden florecer esos cardos de insolidaridad y egoísmo, pero tenemos que
estar dispuestos a escardar la tierra de nuestra vida para arrancar esas malas
hierbas que malearían el jardín de la vida, para podar aquellos ramajes que nos
impedirían dar buen fruto, de abonar nuestra tierra en el amor de Dios para que
demos esos buenos frutos.
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