El
bautismo de Jesús en el Jordán nos lo señala como el Hijo amado del Padre y nos
recuerda nuestra condición y dignidad de ser también hijos amados de Dios
Isaías 42, 1-4. 6-7; Sal 28; Hechos 10,
34-38; Marcos 1, 7-11
En la hay momentos, en que por algo que
nos sucede, una palabra escuchada, un testimonio recibido, nos marcan de alguna
manera la vida, porque comenzamos a ver las cosas de otra manera, descubrimos
cual es nuestra propia identidad y lo que algunos llaman su destino, nos hace
dar una vuelta a nuestros planteamientos, pone interrogantes en nuestro
interior que nos hacen cuestionarnos lo que hacemos o lo que podemos hacer. Son
hitos de nuestra vida, momentos cruciales, arranque de nuevos caminos o de
nuevas oportunidades, ocasión también de darnos a conocer y lo que podemos
realizar. Y esto lo podemos en un amplio campo de nuestra vida, aunque para
ello también hemos de tener una capacidad de reflexionar para saber leer esos
acontecimientos, o eso que nos haya podido suceder, para descubrir esa luz que
dé un nuevo giro en la vida. Una capacidad de reflexión, decimos, pero también
un saber estar atentos a esos signos de vida que pueden aparecer en nuestra
existencia.
Estamos en un momento de la vida de
Jesús que diríamos que es crucial para el conocimiento que podamos tener de El
y el plantearnos también por qué queremos seguirle. Aquel niño nacido en Belén,
que hemos venido celebrando en este tiempo de Navidad, en un momento
determinado se nos dice cómo en Nazaret crecía en estatura, sabiduría y gracia
ante de Dios y los hombres. Una vida oculta durante largos años, como tantos
momentos también de silencio que todos necesitamos en la vida.
Juan predicaba en la orilla del Jordán
anunciando el tiempo inminente de la aparición del Mesías y cómo había que
preparar los caminos del Señor, como incluso nosotros hemos contemplado sobre
todo en el Adviento. En torno a Juan se reúne la gente para escuchar aquella
Palabra nueva que anuncia la venida del Mesías, se hacen bautizar por Juan como
un signo de conversión y de preparar sus corazones, hay ya un grupo de discípulos
que estarán más cercanos a Juan, y Jesús desde Galilea bajó también a la orilla
del Jordán junto a Juan.
Es el momento que hoy contemplamos y
que casi parece como si el mismo Juan nos estuviera contando. Ante los
interrogantes que le plantean a Juan sobre lo que hacía y si él era el Mesías o
un profeta, responde, ‘Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo y no
merezco agacharme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado
con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo’. Sigue el anuncio de
Juan de aquel que vendrá no para bautizar con agua sino con la fuerza del Espíritu
Santo.
Y es ahora cuando el evangelista con
toda sencillez nos narra lo acontecido. ‘Y sucedió que por aquellos días
llegó Jesús desde Nazaret de Galilea y fue bautizado por Juan en el Jordán.
Apenas salió del agua, vio rasgarse los cielos y al Espíritu que bajaba hacia
él como una paloma. Se oyó una voz desde los cielos: «Tú eres mi Hijo amado, en
ti me complazco’.
Todos comprendemos que Jesús no
necesitaba de aquel bautismo de purificación. Quien había venido a hacer hombre
para ser Dios con nosotros y que cargará con nuestro pecado y nuestra muerte
para así redimirnos, solidariamente se pone en la fila de los pecadores que se
acercan al bautismo de Juan. Y aquí está la Epifanía, la manifestación de quién
era Jesús con aquellos signos que acompañan aquel momento. El Espíritu Santo
que se manifiesta sobre Jesús con la voz del cielo que lo proclama como el Hijo
amado de Dios, en quien Dios se complace.
A los pastores se les había anunciado
el nacimiento de un Salvador; los Magos de Oriente contemplan la luz de la
estrella que les hace camino para encontrarse con Jesús al que en su ofrenda
reconocerán como rey, como hombre y como Dios; el anciano Simeón proclamará que
ya puede morir en paz porque sus ojos han visto a quien viene como luz de las
naciones y gloria de su pueblo Israel;
Juan nos había anunciado que venía quien nos bautizaría en el Espíritu pero es ahora
la voz del cielo quien le señala como el Hijo de Dios a quien hemos de escuchar
y a quien hemos de seguir. Más tarde lo veremos en las bodas de Caná dándonos
ese vino nuevo, signo de la vida nueva que en El vamos a recibir.
Es el sentido de la fiesta de la
Epifanía, manifestación de la gloria de Dios; momento crucial donde ya podemos
conocer quién es Jesús a quien hemos de escuchar; momento a partir del cual
Jesús comenzará a realizar su misión del anuncio del Nuevo Reino de Dios.
Pero momento importante también para
nosotros. Este acontecimiento que estamos contemplando y celebrando como culminación
de todas las fiestas de la Navidad no nos puede dejar en la rutina de siempre. Tentación
tenemos que pasado el fervor y entusiasmo que hemos vivido en estas fiestas
volvamos a la rutina de siempre, volvamos a lo mismo como si nada hubiera
significado todo lo que estos días hemos celebrado. Sería algo en vano,
entonces.
Tenemos que despertar de esos letargos
en los que podemos caer, no podemos decir como era en el principio. Por eso
contemplar el Bautismo de Jesús nos hace mirar a nuestro bautismo, en el que también
un día vino el don del Espíritu Santo sobre nosotros para marcarnos con una
vida nueva, con una dignidad nueva, porque también desde ese día hemos
escuchado que somos los hijos amados de Dios. Es reavivar nuestro bautismo, es
reavivar esa vida de hijos de Dios, es reavivar esa misión que también nosotros
hemos de cumplir. Esta celebración también tiene que ser un momento crucial
para nuestra vida, algo que no podemos olvidar, que nos hace ser conscientes de
nuestra dignidad y de nuestra misión. Vivamos en consecuencia.
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