Envueltos en el sudario de la ternura del amor con la cruz de Cristo como estandarte hemos de ser signos de vida y esperanza para un mundo que se arrastra entre sombras de muerte
Números 21, 4b-9; Sal 77; Juan 3, 13-17
Hay ocasiones en que el camino se nos hace cansino, ya sea lo largo del camino que provoca nuestros cansancios, ya sean las dificultades que nos ofrece el mismo camino que nos hace vivir una tensión continua para superar los obstáculos que nos encontramos, que nos exige un esfuerzo continuado con perseverancia para mantener los ritmos, no perder el rumbo y poder llegar un día a la meta añorada. Vienen frustraciones porque no conseguimos lo que anhelamos tan pronto como hubiéramos deseado, nos aparecen las trampas que quieren desviarnos del camino que nos obliga a estar con mucha atención en los pasos que vamos dando. Cuando parece que todo se nos vuelve en contra nos parece que somos incapaces de seguir adelante, tenemos la sensación de sentirnos derrotados y casi sentimos la tentación de abandonar. Necesitamos un estímulo, tener unas metas, saber a dónde queremos llegar, estudiar bien todas sus circunstancias.
Son cosas que nos pasan en esos caminos físicos o geográficos que tenemos que recorrer, pero somos conscientes también que esta imagen del camino y de nuestros cansancios y derrotismos nos están hablando de algo más que un camino que tenemos que recorrer y que nos pueda llevar a algún lugar; es el camino de la vida con sus luchas, son las metas que nos trazamos en la vida y que ansiamos alcanzar; nos hablan de nuestro yo interior, de los valores por los que luchamos, de los planteamientos que nos hacemos sobre lo que da sentido a nuestra vida; nos pueden hablar de nuestra fe, de nuestra religiosidad, de todo lo que es el camino del seguimiento de Jesús.
No siempre es fácil, reconocemos, en cualquiera de los aspectos a los que nos queramos referir recorrer esos caminos que nos hemos trazado o que se han abierto delante de nosotros. Necesitamos un estímulo, una fuerza interior que arranque de los más hondo de nosotros mismos, o una fuerza sobrenatural que nos eleve y sea un auténtico viático para nuestro camino; nos anima también quienes hacen el camino junto a nosotros o quienes sabemos que lo han hecho antes que nosotros.
Hoy Jesús en el evangelio nos hace recordar aquel camino que el pueblo antiguo iba realizando por el desierto rumbo a la tierra prometida, en el que también se sentían exhaustos y además amenazados por muchos peligros, y Moisés levantó una señal en medio del campamento que les recordaba que Dios estaba con ellos y les liberaba de todos aquellos peligros que sufrían mientras hacían el camino. Va a ser una imagen que se presenta como un signo de lo que iba a suceder a quienes quisieran seguir también su camino, pero que también iban a sentir la debilidad de sus corazones para mantener su fidelidad hasta el final.
Lo mismo que elevó Moisés la serpiente en el desierto, así va a ser levantado en alto el Hijo del Hombre para que todo el que cree en Él no perezca. Es un anuncio que nos hace Jesús de lo que en verdad iba a ser la salvación que Él venía a traernos. En ese signo de la cruz levantada en alto no era una muerte más lo que íbamos a contemplar. Era la señal del amor y de la vida, porque nadie iba a tener más amor que aquel que dió su vida por aquellos a los que amaba. La cruz no será una señal cruenta de muerte, sino será un estandarte de victoria y de vida. Ese es el verdadero significado de la cruz. Es la señal del amor. Es la victoria del amor. Es el triunfador de la vida.
Nosotros miramos al que está en lo alto del madero de la cruz, no para regocijarnos de forma masoquista en una señal de sufrimiento y de muerte, sino porque a quien está en ese madero nosotros lo contemplamos vivo, vencedor sobre el sufrimiento y de la muerte, porque lo contemplamos vivo y glorioso, triunfante en su resurrección.
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