Necesitamos
revivir cuantos momentos de luz hemos tenido en nuestro encuentro con Jesús a
lo largo de la vida para reavivar nuestra fe con toda intensidad y no quede ni
rastro de sombra
Efesios 2, 19-22; Sal 116; Juan 20, 24-29
No es
necesario que nos machaquemos mucho la cabeza para encontrar en nosotros situaciones que sean
eco de lo escuchado en el evangelio o en él tengan eco. Eso de no creernos las
cosas por mucho que nos digan que es verdad suele ser bastante habitual. Nos
pueden decir que ellos lo vieron, fueron testigos, nosotros queremos palpar,
tocar con nuestras manos, hacerlo pasar por nuestra experiencia.
Estamos hoy
celebrando la fiesta de Santo Tomás, apóstol. No nos ha de extrañar la
situación de Tomás. El como el resto de los discípulos se había quedado
impactado por lo sucedido aquellos días; algo que no esperaban y que deja
descolocado a cualquiera. Mientras unos se encierran en el cenáculo, por miedo
a que a ellos les pudiera pasar algo semejante, pues eran los amigos de Jesús,
los que siempre estaban con El, a Tomás se le ocurrió dar una vuelta, como
hacemos nosotros tantas veces, para despejar la cabeza, decimos.
Por eso
cuando la primera manifestación de Cristo resucitado a los discípulos allí en
el Cenáculo, él no estaba con ellos. Nada más entrar por la puerta, como se
suele decir, ya estaban contándole lo que había sucedido aquella tarde. ‘Hemos
visto al Señor’. Ya no lo podían callar, pero se encontraron con el muro de
incredulidad de Tomás. ‘Si no meto mis dedos en las llagas de los clavos, si
no meto mi mano en su costado, en la herida de última hora del soldado, no
lo creo’. Quería palpar por sí mismo.
Queremos
tener nuestras razones, queremos experimentarlo por nosotros mismos. Y no
podemos decir que eso sea malo. Está por medio la fe, la confianza, es cierto,
pero hemos de hacer vivencia nuestra todo eso. Recogemos el testimonio de
quienes han sido testigos, de quienes lo han vivido por sí mismos, pero
necesitamos nosotros vivirlo y experimentarlo también. Muchas veces decimos que
tenemos fe porque eso es lo que nos enseñaron nuestros padres, porque eso
siempre ha sido así, pero quizá en nuestro interior no se ha producido esa
experiencia de fe, sentir cómo el Señor a nosotros también se nos manifiesta,
sentir esa presencia maravillosa de Dios en nuestra vida, reavivar esas
experiencias de fe que hemos tenido a lo largo de la vida, recoger todos esos
momentos de luz que muchas veces tan pronto olvidamos, hacer nuestra esa
vivencia.
¿No has
tenido momentos luminosos, más de uno, en tu vida? Hemos de tenerlo siempre
presentes, revivirlos una y otra vez, para volver a sentir lo que en aquel
momento sentimos. Habremos tenido momentos en que hemos expresado nuestra fe,
aunque no hayan aflorado muchos sentimientos, pero fue algo vivo en nosotros en
ese momento, aunque quizás muchas veces se nos queden como en una nebulosa. Hay
que reavivarlos de nuevo, para sacarles ahora el jugo que entonces no supimos
aprovechar mucho, para que no se queden en un recuerdo lejano, para que formen
de verdad parte de la historia de mi vida, a la que de nuevo queremos dar mucha
intensidad.
Cuando a los
ocho días se presentó Jesús en medio de los discípulos, ahora está ya Tomás
entre ellos; al acercarse Jesús a Tomás para mostrarle las manos y el costado
con sus llagas y sus heridas para que allí metiera sus dedos, para que allí
introdujera su mano, seguro que por la mente de Tomás pasó como una película de
su vida reviviendo todas aquellas conversaciones, todos aquellos encuentros,
todos aquellos momentos en que había sido testigo de las maravillas del Señor y
que ahora parecía querer olvidar. De nuevo se intensificó su fe, surgió el
grito de su corazón del que ahora arrancaba todas sus angustias y llenaba de la
más inmensa alegría, ‘¡Señor mío y Dios mío!’. No fue necesario más.
¿Será lo que
nosotros estamos necesitando?
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