Hablamos
bonito de la unidad, rezamos por la unidad, pero algo nos falta, no damos
señales de esa comunión que entre los que creemos en Jesús tendría que haber
Hechos 22, 30; 23, 6-11; Sal 15; Juan 17,
20-26
Aunque por
naturaleza estamos hechos para la relación, para la comunicación y podríamos
decir también para la comunión, sin embargo pesa mucho en nosotros la tendencia
y la tentación a querer caminar cada uno por su lado, a encerrarnos muchas
veces en un egoísmo insolidario pensando que nos valemos solo por nosotros
mismos sin necesitar ni la presencia ni la ayuda de los demás. Es la tentación
del orgullo y de la autosuficiencia que no siempre sabemos superar, de forma
incongruente tememos ser superados por los demás, que nos hagan sombra, y por
eso intentamos muchas veces caminar a nuestra manera en solitario; claro que el
que se cae en solitario, solo se verá y más difícil será el que pueda
levantarse.
Qué hermosa
sería la vida si fuéramos capaces de superar esos orgullos tontos y supiéramos
comenzar a caminar juntos, a colaborar los unos con los otros, en fin de
cuentas formamos parte de un mismo mundo que es para todos y tendríamos que ser
como una familia. Viendo esa cercanía, sabiéndonos ayudar los unos a los otros superaríamos
tantas carencias que nos encontramos en la vida y compartiendo los unos con los
otros crearíamos una riqueza, y no pienso en lo material que también, sino
espiritualmente que nos haría crecer más y más como personas.
Por algo será
uno de los valores fundamentales, la unidad, que nos deja Jesús como signo del
Reino de Dios que hemos de vivir y que es fruto del amor que tiene que ser en
verdad la base de nuestras mutuas relaciones. Esa unidad que no solo es estar
juntos, aunque ya eso es un paso importante, que no es solo colaborar los unos
con los otros quizás movidos por el interés de lograr que salgan las cosas, que
las podamos aserré mejor, cosa importante también, sino entrar en caminos de
comunión, esos lazos de amor que nos hacen estar unidos porque en verdad nos
queremos y sentimos que los demás de alguna manera también son algo nuestro.
Ruega Jesús,
en esta oración sacerdotal de la última cena, ahora no solo ya por aquellos a
los que ha llamado de una manera especial, sino que ruega por todos los que
crean en su nombre, todos los que hemos puesto nuestra fe en El, y ruega para
que se manifiesta esa unidad y esa comunión. Será además el gran signo que
mostremos ante el mundo que nos rodea de la verdad y de la importancia de la fe
que profesamos. ‘Para que el mundo crea’, dice Jesús en su oración.
Es un gran
déficit que aun mantenemos en nuestra vida y, por qué no decirlo, en la vida de
la Iglesia. Seguimos con nuestra tendencia al individualismo y cuanto nos
cuesta formar verdadera comunidad, crear de verdad esos lazos de amor que nos
lleven a vivir esa comunión entre todos. Asignatura pendiente a nivel personal
porque no siempre ponemos todo de nuestra parte para lograr esa unidad;
mantenemos nuestras distancias, miramos primero por lo nuestro y por los de
aquellos que están más cercanos a nosotros, seguimos pensando en nuestros
intereses particulares.
Asignatura
pendiente en nuestras comunidades. Nuestras parroquias no terminan de ser
verdaderas comunidades. Nos reunimos cada domingo para la celebración de la
Eucaristía que tendría que ser la mayor expresión de esa unidad, pero incluso
en nuestros propios encuentros para la celebración seguimos manteniendo
nuestras distancias; tenemos nuestro sitio en el templo, por ejemplo, y no nos
importa que quedemos distantes de los demás que estamos participando y viviendo
la misma celebración; quizá llega el momento de la paz y muy efusivamente nos
damos la paz entre los que nos encontramos más cercanos, pero cuando termina la
celebración salimos por la puerta cada uno por nuestro lado como si nunca nos hubiéramos
visto o no nos conociéramos.
Y el resto de
la semana ¿qué lazos de amistad y unidad mantenemos con los que hemos estado
participando en la misma celebración? Hace poco me encontré con la sorpresa de
un señor que va a la misma Eucaristía que yo los domingos, incluso participa
haciendo las lecturas de la liturgia, aunque eso sí, él está en su banco de
siempre con el familiar que le acompaña, pero resulta que vive a pocos metros
de donde yo vivo, y nunca nos vemos, ni nos saludamos, ni mantenemos una
amigable conversación ya que cada domingo participamos en la misma Eucaristía.
¿Qué nos está faltando a ambos? Y pienso en mí mismo, el primero. ¿Qué signo
estamos dando a los que viven a nuestro alrededor que quizá saben muy bien que
tanto él como yo vamos a misa todos los domingos?
Hablamos
bonito de la unidad, rezamos incluso por la unidad, pero algo nos falta que no
damos señales de esa unidad y de esa comunión que entre los que creemos en
Jesús tendría que haber.
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