Invocamos
a María como Madre de los Dolores pero con ella a nuestro lado los momentos
oscuros de la angustia serán para
siempre momentos de esperanza que nos llenan de vida
Corintios 15,1-11; Sal 117; Juan 19,25-27
Aunque ya no
seamos tan niños siempre hay momentos en que deseamos tener junto a nosotros el
calor de la madre que nos cobije con su cariño, que ponga su mano sobre nuestro
hombro, o simplemente se haga presente a nuestro lado en que ni siquiera
necesitamos palabras. La presencia de la madre, nos atrevemos a decir, es
milagrosa, porque aunque sea en silencio nos dará ánimos, nos levantará del
decaimiento en que nos encontremos y se convierte siempre en un foco de luz muy
necesario para nuestro caminar. Qué tristes y angustiosos se convierten esos
momentos difíciles cuando nos falta la presencia y el cariño de la madre. Es
una soledad que se nos convierte en insuperable.
¿Por qué no
podemos decir que también Jesús la necesitaba en la soledad de la cruz? Será
Juan aquel discípulo tan sensible que disfrutó de un especial cariño de Jesús
él que nos hará constar en su evangelio que allí estaba María. Y nos empleaba
esa palabra ‘estaba’ con el hondo significado que podemos darle. Ese estar de
María – siempre nos la imaginamos de pie junto a la cruz de Jesús – significa
la fortaleza de una madre, significa todo lo que puede trasmitir una madre de
corazón a corazón aunque sea en silencio, significa el también ¿por qué no? el
consuelo que recibió Jesús en esos momentos de su cruz.
Ayer
celebramos la exaltación de la Santa Cruz, que en fin de cuentas es contemplar
a Cristo crucificado y glorificado en lo alto de la cruz. Así lo había
anunciado, sería glorificado cuando fuera levantado en lo alto, y contemplábamos
ayer la cruz de la que pende la salvación del mundo, como se proclama en algún
momento en la liturgia. Hoy queremos contemplar a quien está al pie de la cruz
como madre que se convierte con Jesús en corredentora, porque así se unió al
momento redentor de Cristo con su cruz y porque también ella se convierte en
una corriente de gracia para nosotros.
Pero es que
cuando contemplamos a María al pie de la cruz de Jesús estamos escuchando cómo
quiere regalárnosla como madre. ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’, le dice
Jesús señalando al discípulo amado. ‘Ahí tiene a tu madre’, le dice
Jesús a Juan, que ya para siempre la recibió en su casa.
Es el regalo
de Jesús para que a nosotros no nos falte nunca una madre. Ella será la nueva
Eva madre de todos los creyentes, porque los que creemos en Jesús también hemos
de hacer como Juan, recibirla en nuestra casa, acogerla en nuestro corazón,
sentir que ella ya para siempre es nuestra madre. Por eso la llamamos también
Madre de la Iglesia, porque ella ya para siempre tendrá en su corazón esos
nuevos hijos, todos los que creemos en Jesús que así la tenemos como madre.
Si ayer
cuando contemplábamos la cruz de Jesús que era un abrazo de dolor que envuelto
en el amor se convierte en signo sublime de vida y de amor, hoy queremos sentir
ese abrazo de amor de la madre en nuestros momentos de dolor para llenarnos
también nosotros de esa nueva vida y poder también resplandecer en el amor; por
eso la llamamos madre de los dolores o madre de las angustias, pero también
madre de la esperanza y madre del amor más hermoso. Con muchas advocaciones
queremos sentir y celebrar esa presencia de María.
Sí, ella
también siempre está junto a nosotros en ese camino de cruz en que se nos
convierte muchas veces el camino de la vida, como lo está en nuestros esfuerzos
y en nuestras luchas, como nos ayudará a vivir con intensidad los momentos dichosos
y felices de la vida. Cuántas fiestas hacemos a lo largo del año los cristianos
en honor de la madre, porque con ella a nuestro lado nos es más fácil encontrar
ese camino de felicidad y de alegría verdadera.
Aunque la
invoquemos como Madre de los Dolores o de las Angustias, con ella a nuestro
lado se acaban para siempre esos momentos oscuros de la angustia para que sean
siempre momentos de esperanza que nos llenan de vida.
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