Con
curiosidad en el corazón dejémonos sorprender e interpelar por la presencia de
Jesús y demos pasos para escucharle de verdad lo más íntimo de nosotros mismos
Eclesiastés 1, 2-11; Sal 89; Lucas 9,
7-9
Siempre lo
hemos dicho, hay curiosidades y hay curiosidades. Cuantas veces quizás de niño
nos mandaron callar, ‘no seas curioso’ nos dijeron porque siempre
andábamos preguntando y preguntando cansando al más paciente con nuestras
curiosidades, cuantas veces nos han dicho ‘en eso no te metas, no seas
curioso’ porque quizás molestaba nuestra curiosidad o porque tratábamos de
entrar en cosas que no se podían o ‘no convenía’ sacar a la luz; cuántas
curiosidades en ocasiones para nuestros juicios o nuestros prejuicios, para la
crítica o para la condena. Curiosidades vanas que nada nos dicen ni nada nos
van a ayudar como personas.
Pero no es lo
mismo la curiosidad del que quiere aprender, y se interroga y busca porque
quiere entrar respuestas, cosa que tendríamos que alentar porque quizás es lo
que nos va haciendo crecer por dentro; es la curiosidad del que quiere conocer
otras cosas y otros mundos, es la curiosidad del caminante que busca no solo
paisajes sino encuentros con otros o con algo nuevo y distinto, del que quiere
dejarse sorprender, del que quiere profundizar y quiere en verdad madurar en la
vida, del que quiere encontrar respuestas a los interrogantes profundos que
todos llevamos dentro, del que quiere avanzar en sus conocimientos
intelectualmente, haciendo ciencia, del que quiere ciertamente encontrar la verdad.
No es una curiosidad malsana, sino una curiosidad madura y que nos hará maduros
cada día más.
¿Cuáles son
nuestras curiosidades? ¿Realmente tenemos esa curiosidad para dejarnos sorprender
por algo nuevo y que incluso pudiera cambiarnos la vida cuando nos hace
descubrir algo nuevo?
Hoy nos habla
el evangelio de la curiosidad de Herodes que tenía ganas, dice, de
conocer a Jesús. Había oído hablar de Jesús, de lo que enseñaba y de lo que
hacía, pero quizá en su conciencia sintiera los aldabonazos de su cobardía
cuando mandó matar al Bautista, con el que ahora en cierto modo comparaban a
Jesús. Quería conocer a Jesús pero no daba pasos para llegar a ese conocimiento
y a ese encuentro.
Hay otra
curiosidad que nos aparece en el evangelio, es Zaqueo, el que se subió a la
higuera porque al menos desde allí podía ver a Jesús a su paso por Jericó. Pero
había dado un paso, al menos lo había intentado subiéndose a la higuera para
verlo a su paso. Pero además se dejó sorprender por Jesús que lo descubrió allá
entre las hojas de la higuera. Y había sabido escuchar la auto-invitación de
Jesús para hospedarse en su casa. Bajó corriendo y contento porque incluso
había logrado más de lo que esperaba. Jesús se iba a hospedar en su casa, y ya
sabemos lo que pasó después.
Y es aquí
donde hoy nos sentimos interpelado por ese evangelio de Jesús y dejarnos
sorprender. ¿Tendremos también esa curiosidad por conocer a Jesús? Y no importa
que nos consideremos ya muy cristianos, que sabemos mucho de religión y de
todas esas cosas, ¿tenemos aun curiosidad por conocer a Jesús? No vamos a
divertirnos como intentaría más tarde Herodes cuando tuvo la oportunidad de
tener a Jesús en su palacio, cuando se lo envió Pilatos, donde quería que Jesús
hiciera alguno de aquellos portentos que hacía allí delante de su corte.
Nuestra
curiosidad tiene que ir por otros caminos, una curiosidad por Jesús que siempre
tiene que estar presente en nuestra vida, por mucho que nos digamos que ya
sabemos muchas cosas. Dejémonos sorprender por esa presencia de Jesús.
Dejémonos interpelar por su presencia en nuestra vida. Dejemos que nos hable al
corazón y comencemos a dar pasos, a subirnos si queremos a la higuera o a bajar
corriendo para abrirle las puertas de nuestra casa, pero vayamos en búsqueda
que nos vamos a encontrar que es Jesús el que viene en búsqueda de nosotros. No
temamos a lo que nos pueda comprometer.
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