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martes, 16 de agosto de 2022

Vaciarnos de nosotros mismos y de nuestras ambiciones materiales y de nuestros orgullos y vanidades es lo que nos abrirá la puerta de la felicidad total

 


Vaciarnos de nosotros mismos y de nuestras ambiciones materiales y de nuestros orgullos y vanidades es lo que nos abrirá la puerta de la felicidad total

Ezequiel 28, 1-10; Sal.: Dt. 32, 26-27ab. 27cd-28. 30. 35cd-36ab; Mateo 19, 23-30

Todo lo que nos encierre en nosotros mismos, nos haga pensar solo en nosotros mismos, no nos conducirá a una plenitud y a una felicidad en la vida. Muchas veces nos cegamos. Pensamos que convirtiéndonos en el centro de todo vamos a alcanzar la verdadera felicidad, pensamos que llenándonos de cosas, porque decimos que no dependemos de nada ni de nadie, no dependemos de los demás, vamos a ser más libres y más felices. Acaparamos bienes, acaparamos cosas, acaparamos orgullos, acaparamos vanidad, y lo que estamos haciendo es creando un círculo alrededor nuestro que nos aleja de todos, al final nos sentiremos vacíos y el que se siente vacío y el que se aísla de todo para vivir solo para si mismo nunca podrá sentirse feliz.

Cuando nos encerramos en nosotros mismos y nos dedicamos a acaparar que lejos estamos del Reino de Dios; no hemos comprendido el sentido de la vida, no hemos llegado a descubrir lo que verdaderamente nos hace más humanos y en consecuencia más felices.

Es lo que nos viene a decir hoy Jesús en el evangelio, cuando sentencia radicalmente que a los ricos les es imposible entrar en el reino de los cielos, que más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja. La imagen del camello y de la aguja ha dado mucho que hablar para buscarnos muchas explicaciones; pensemos, si queremos en la materialidad de las propias palabras, o pensemos en esa puerta estrecha que había en la muralla de la entrada a las ciudades por la que no podía pasar un camello y menos con la carga que solían llevar. Esas cargas sobre nuestras espaldas de nuestros apegos, o de las cosas y riquezas que acumulamos no nos dejan pasar a nosotros tampoco por esa puerta estrecha, por esa aguja; el camello pasaría más fácilmente que nosotros.

Cuando hablamos de riquezas, ya entendemos todo lo que se engloba en esa palabra. Sí, es cierto, son los bienes materiales, el oro o la plata, los dineros o las posesiones, pero muchas veces son otras las riquezas que acumulamos en nuestros orgullos mal curados, en nuestras envidias que tanto daño nos hacen, en la vanidad de la que queremos revestirnos, en el endiosamiento de nuestro yo que nos vuelve egoístas e insolidarios, en las ambiciones que nos ciegan, en los distanciamientos que creamos alrededor nuestro para no mezclarnos, para no contaminarnos, para que no crean que nosotros somos como todos. Y en nuestra vanidad nos creemos ricos, nos subimos a los pedestales, nos aislamos de los demás.

Son muchas las cosas de las que tenemos que liberarnos, de las que tenemos que desprendernos, que tenemos que arrancar de nosotros, y eso cuesta. Los discípulos cuando escuchaban a Jesús en estas consideraciones que hoy estamos comentando se preguntaban que entonces quién puede salvarse. Y Jesús nos da una clave, por nosotros mismos, no, pero con Dios todo es posible. Imposible para los hombres, pero no para Dios; imposible no será, entonces, para quienes queremos estar con Dios, para quienes queremos contar con Dios.

Pedro y los discípulos se siguen haciendo preguntas. Y a ellos ¿qué les va a tocar? Lo han dejado todo por seguir a Jesús; allá amarradas quedaron las lanchas del lago de Tiberíades, vacía quedó la garita del cobrador de impuestos, en casa quedaron padre y madre, esposa o hijos, ¿qué será de ellos? ¿Habría para ellos primeros puestos, lugares de honor, recompensas de lugares de privilegio? Era algo en lo que pensaban y discutían muchas veces cuando salían las ambiciones de los primeros puestos, como es algo que hoy sigue tentando a muchos cuando optan por algún servicio o función por la comunidad o por la sociedad; ya se creen, nos creemos con derechos adquiridos para recibir pagos y recompensas extraordinarias.

Cuando se han dispuesto a seguir a Jesús dejándolo todo, lo habían hecho tras lo que Jesús había dicho que había que negarse a sí mismo, que había que tomar la cruz si fuera necesario, que había que dejar padre y madre, hermano y hermana, mujer o hijos, casas o tierras para seguirle y entrar en el Reino de los cielos. Y ahora les dice que quienes han sido capaces de eso van a recibir cien veces más y en el Reino futuro, la vida eterna. Un vaso de agua dado en su nombre, nos dirá en otra ocasión, que no quedará sin recompensa.

Por eso todo lo que sea desprendimiento, vaciarnos de nuestras apetencias humanas, arrancarnos de nuestros orgullos, quitar de nosotros esas ambiciones materiales, será lo que en verdad nos va a abrir la puerta del Reino de los cielos, que es la puerta de la verdadera felicidad, que es la puerta de la mayor plenitud del hombre.

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