Vaciarnos
de nosotros mismos y de nuestras ambiciones materiales y de nuestros orgullos y
vanidades es lo que nos abrirá la puerta de la felicidad total
Ezequiel 28, 1-10; Sal.: Dt. 32, 26-27ab.
27cd-28. 30. 35cd-36ab; Mateo 19, 23-30
Todo lo que
nos encierre en nosotros mismos, nos haga pensar solo en nosotros mismos, no
nos conducirá a una plenitud y a una felicidad en la vida. Muchas veces nos
cegamos. Pensamos que convirtiéndonos en el centro de todo vamos a alcanzar la
verdadera felicidad, pensamos que llenándonos de cosas, porque decimos que no
dependemos de nada ni de nadie, no dependemos de los demás, vamos a ser más
libres y más felices. Acaparamos bienes, acaparamos cosas, acaparamos orgullos,
acaparamos vanidad, y lo que estamos haciendo es creando un círculo alrededor
nuestro que nos aleja de todos, al final nos sentiremos vacíos y el que se
siente vacío y el que se aísla de todo para vivir solo para si mismo nunca
podrá sentirse feliz.
Cuando nos
encerramos en nosotros mismos y nos dedicamos a acaparar que lejos estamos del
Reino de Dios; no hemos comprendido el sentido de la vida, no hemos llegado a
descubrir lo que verdaderamente nos hace más humanos y en consecuencia más
felices.
Es lo que nos
viene a decir hoy Jesús en el evangelio, cuando sentencia radicalmente que a
los ricos les es imposible entrar en el reino de los cielos, que más fácil le
es a un camello pasar por el ojo de una aguja. La imagen del camello y de la
aguja ha dado mucho que hablar para buscarnos muchas explicaciones; pensemos,
si queremos en la materialidad de las propias palabras, o pensemos en esa
puerta estrecha que había en la muralla de la entrada a las ciudades por la que
no podía pasar un camello y menos con la carga que solían llevar. Esas cargas
sobre nuestras espaldas de nuestros apegos, o de las cosas y riquezas que
acumulamos no nos dejan pasar a nosotros tampoco por esa puerta estrecha, por
esa aguja; el camello pasaría más fácilmente que nosotros.
Cuando
hablamos de riquezas, ya entendemos todo lo que se engloba en esa palabra. Sí,
es cierto, son los bienes materiales, el oro o la plata, los dineros o las
posesiones, pero muchas veces son otras las riquezas que acumulamos en nuestros
orgullos mal curados, en nuestras envidias que tanto daño nos hacen, en la vanidad
de la que queremos revestirnos, en el endiosamiento de nuestro yo que nos
vuelve egoístas e insolidarios, en las ambiciones que nos ciegan, en los
distanciamientos que creamos alrededor nuestro para no mezclarnos, para no
contaminarnos, para que no crean que nosotros somos como todos. Y en nuestra
vanidad nos creemos ricos, nos subimos a los pedestales, nos aislamos de los
demás.
Son muchas
las cosas de las que tenemos que liberarnos, de las que tenemos que
desprendernos, que tenemos que arrancar de nosotros, y eso cuesta. Los discípulos
cuando escuchaban a Jesús en estas consideraciones que hoy estamos comentando
se preguntaban que entonces quién puede salvarse. Y Jesús nos da una clave, por
nosotros mismos, no, pero con Dios todo es posible. Imposible para los hombres,
pero no para Dios; imposible no será, entonces, para quienes queremos estar con
Dios, para quienes queremos contar con Dios.
Pedro y los discípulos
se siguen haciendo preguntas. Y a ellos ¿qué les va a tocar? Lo han dejado todo
por seguir a Jesús; allá amarradas quedaron las lanchas del lago de Tiberíades,
vacía quedó la garita del cobrador de impuestos, en casa quedaron padre y
madre, esposa o hijos, ¿qué será de ellos? ¿Habría para ellos primeros puestos,
lugares de honor, recompensas de lugares de privilegio? Era algo en lo que
pensaban y discutían muchas veces cuando salían las ambiciones de los primeros
puestos, como es algo que hoy sigue tentando a muchos cuando optan por algún
servicio o función por la comunidad o por la sociedad; ya se creen, nos creemos
con derechos adquiridos para recibir pagos y recompensas extraordinarias.
Cuando se han
dispuesto a seguir a Jesús dejándolo todo, lo habían hecho tras lo que Jesús
había dicho que había que negarse a sí mismo, que había que tomar la cruz si
fuera necesario, que había que dejar padre y madre, hermano y hermana, mujer o
hijos, casas o tierras para seguirle y entrar en el Reino de los cielos. Y
ahora les dice que quienes han sido capaces de eso van a recibir cien veces más
y en el Reino futuro, la vida eterna. Un vaso de agua dado en su nombre, nos
dirá en otra ocasión, que no quedará sin recompensa.
Por eso todo
lo que sea desprendimiento, vaciarnos de nuestras apetencias humanas,
arrancarnos de nuestros orgullos, quitar de nosotros esas ambiciones
materiales, será lo que en verdad nos va a abrir la puerta del Reino de los
cielos, que es la puerta de la verdadera felicidad, que es la puerta de la
mayor plenitud del hombre.
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