Nos
cuesta en tantas ocasiones enfrentarnos a nuestra propia realidad para dejarnos
iluminar por la luz nueva del evangelio y vestirnos el traje nuevo de la gracia
Ezequiel 36, 23-28; Sal 50; Mateo 22, 1-14
Cuando
hacemos un regalo a alguien solemos estar muy atentos a la cara de quien lo
recibe mientras abre el paquete; estamos pendientes de su reacción, y aunque no
lo manifieste con palabras que seguramente estarán llenas de cortesía si nos
daremos cuenta de su agrado o desagrado en el regalo que le hicimos; nos sentiríamos
defraudados si no es de su agrado, pero mucho más si muestra algún signo de
rechazo hacia nuestro regalo, no dándole importancia, relegándolo a un segundo
lugar o manifestando que son otras las cosas que le agradaban.
No solo es la
cortesía y delicadeza, sino que puede manifestarse algo mucho más hondo en una
no posible aceptación de aquello que le ofrecemos. Mucho podríamos reflexionar
aquí sobre la valoración que hacemos de aquello que se nos ofrece humanamente
hablando simplemente de lo que son nuestras relaciones entre unos y otros. Nos
faltan en ocasiones esos detalles o esa delicadeza en nuestras mutuas
relaciones; muchas veces estamos también más pendientes de quién es el que nos
ofrece algo, porque no a todos aceptamos de la misma manera, ni de la misma
manera aceptamos o acogemos lo que se nos ofrece según de quien venga. También
tenemos nuestras preferencias o hacemos nuestras distinciones, y hablamos ahora
simplemente en plan humano.
De esto nos
está hablando hoy Jesús en el evangelio, de la aceptación o no, o del rechazo
que nosotros podamos estar haciendo del regalo de vida y de gracia que nos
ofrece. Aquellos invitados al banquete de bodas parecían que tenían otras
preferencias, no supieron ser corteses, sino que además hubo señales claras de
rechazo cuando entre disculpas cada uno se fue a sus cosas y no quiso
participar en el banquete de bodas que se les ofrecía.
Hay otro
detalle que algunas veces nos ha costado interpretar, y es que habiendo sido
invitados luego a la gente de los caminos, la sala del banquete se llenó de
buenos y de malos. Y aquí está el detalle, según las costumbres, a todos
aquellos que nada tenían y se veían ahora obsequiados con la participación en
ese banquete se les había ofrecido un traje de fiesta; he aquí que hay uno que
también rechaza. ¿Cómo es que has entrado aquí sin ponerte el traje de
fiesta?
Jesús está hablándonos
del Reino de los cielos, y Jesús en esta ocasión ha querido dirigirse de manera
especial a los que son los dirigentes del pueblo, delante de él tiene a los
sumos sacerdotes y a los ancianos (del Sanedrín, se entiende). No les interesa
el Reino de Dios tal como se los está planteando Jesús; tienen otros intereses
u otras preferencias y por eso ni siquiera se esfuerzan por escuchar y entender
lo que Jesús les dice. Van a lo suyo, no les interesa ese banquete tal como
Jesús se los está ofreciendo; prefieren sus vestidos viejos, de sus
tradiciones, costumbres y rutinas antes que vestir ese traje del hombre nuevo
que Jesús les ofrece.
Pero no nos
quedemos en pensar en aquella gente o aquellos dirigentes del tiempo de Jesús. La
Palabra del Evangelio es buena noticia que tenemos que recibir los hombres y
mujeres de hoy, que tenemos que recibir nosotros. ¡Cuánto nos cuesta salir de nuestros intereses
y rutinas, de lo que siempre hemos hecho y cuando nos cuesta abrirnos a la
novedad del evangelio hoy para nosotros y nuestra vida concreta! Nos cuesta
vestirnos ese traje de fiesta, ese traje del hombre nuevo que Jesús nos ofrece.
Aquí con una
sinceridad grande tenemos que ponernos a analizar nuestra vida, lo que
escuchamos del evangelio, lo que intentamos pasar por alto o no detenernos a
reflexionar con profundidad; hacemos también nuestras elecciones, nuestros
distintos, buscamos aquello que nos tranquilice pero rehuimos lo que nos pueda
inquietar o interrogar por dentro. Nos cuesta en tantas ocasiones enfrentarnos
a nuestra propia realidad, nuestras costumbres o nuestras rutinas de eso que
siempre hacemos, dejándonos iluminar por esa luz nueva del evangelio. Tampoco
queremos vestirnos ese traje de gracia.
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