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jueves, 13 de enero de 2022

Un pequeño gesto puede convertirse en una gran señal de amor que haga maravillas en la vida

 


Un pequeño gesto puede convertirse en una gran señal de amor que haga maravillas en la vida

1Samuel 4, 1-11; Sal 43; Marcos 1, 40-45

Hay cosas que no podemos callar, aunque nos lo pidan. Quizá una experiencia muy vital que hemos vivido, nos ha impresionado o hasta incluso marcado nuestra vida entre un antes y un después, o puede ser algo tan sencillo como un gesto que alguien ha tenido con nosotros y no esperábamos y por eso nos ha sorprendido e impresionado, un accidente quizás que nos ha traumatizado y no lo podemos quitar de la mente y lo compartimos con todo el mundo… hechos, gestos, cosas que nos suceden, nos impresionan, son como una señal en la vida.

Es lo que vivió aquel leproso. Hasta entonces se había sentido marginado de la sociedad porque su enfermedad le impedía convivir no solo con sus vecinos sino incluso con su propia familia; una enfermedad terrible en la que uno se ve en cierto modo muriéndose, al ver como su cuerpo se desmorona, pero no son solo los sufrimientos de la enfermedad sino la mella que va haciendo en su espíritu, el considerarse casi como un maldito.

Se había atrevido a acercarse a Jesús porque había oído hablar de El, de lo que enseñaba pero también de su cercanía con todos y de los milagros que le contaban que hacía. Se acercó a Jesús con miedo y temor, pero al mismo tiempo casi con una certeza. ‘Si quieres puedes limpiarme’. Había dado un paso, no se había quedado a lo lejos, sentía que tenía que hacer algo y se decidió. Y Jesús no lo había rehuído, no se había puesto a salvo, no se puso ni guantes ni una mascarilla, se había acercado a él y lo había tocado. ‘Extendió la mano y lo tocó diciéndole: Quiero, queda limpio’, fueron sus gestos y sus palabras.

Aunque Jesús le había recomendado que no estuviese contando a nadie lo sucedido, que fuera y se presentara a los sacerdotes para cumplir con las exigencias de la ley para poder ser considerado curado y poder volver con los suyos, él no podía callar. Estaba, es cierto, su atrevimiento, pero todo lo que había sucedido después le había desbordado; no solo se sentía sano de su enfermedad, lo que ya en sí era grandioso, sino que Jesús se había acercado a él, le había hablado, había tenido aquel gesto de extender la mano y tocarle sin miedo a la impureza legal, era algo que lo sobrepasaba todo. No podía callar.

Había sucedido algo grandioso, pero todo se había desarrollado en lo sencillo. Habían sido momentos sorprendentes de la manifestación del poder y de la grandeza de Dios se había realizado desde los gestos humanos más sencillos. Dios había llegado al corazón de aquel hombre desde los gestos más sencillos y más humanos. Era la acogida de Jesús, fue el gesto de tender su mano y de tocarlo. Allí estaba el amor, allí estaba la humanidad, allí se estaba haciendo presente Dios. Claro que aquel leproso curado no se podía callar.

Necesitamos gestos de humanidad. No son acciones mecánicas, no son protocolos burocráticos, no son normas incluso de higiene o de urbanidad las que nos impongamos las personas en nuestras relaciones. Hace falta algo más en la vida. Es necesario aprender a llevar el corazón en la mano. Y no hacen falta cosas ni extrañas ni extraordinarias, sino en eso pequeño, sencillo, ordinario de la vida de cada día poniendo humanidad, amabilidad, una sonrisa, una mirada a los ojos, un ponerte a su lado y a su altura, un facilitar el encuentro o ese decir esa primera palabra con amabilidad. ‘Extendió la mano y lo tocó’. Y el leproso curado iría diciendo ‘me tocó con su mano’ porque ese calor de su mano no lo olvidaría jamás, nunca jamás se enfriaría en su corazón.

Cuántas cosas sencillas podemos hacer y con ellas cuántas maravillas.

 

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