Un
pequeño gesto puede convertirse en una gran señal de amor que haga maravillas
en la vida
1Samuel 4, 1-11; Sal 43; Marcos 1, 40-45
Hay cosas que
no podemos callar, aunque nos lo pidan. Quizá una experiencia muy vital que
hemos vivido, nos ha impresionado o hasta incluso marcado nuestra vida entre un
antes y un después, o puede ser algo tan sencillo como un gesto que alguien ha
tenido con nosotros y no esperábamos y por eso nos ha sorprendido e
impresionado, un accidente quizás que nos ha traumatizado y no lo podemos
quitar de la mente y lo compartimos con todo el mundo… hechos, gestos, cosas
que nos suceden, nos impresionan, son como una señal en la vida.
Es lo que
vivió aquel leproso. Hasta entonces se había sentido marginado de la sociedad
porque su enfermedad le impedía convivir no solo con sus vecinos sino incluso
con su propia familia; una enfermedad terrible en la que uno se ve en cierto
modo muriéndose, al ver como su cuerpo se desmorona, pero no son solo los
sufrimientos de la enfermedad sino la mella que va haciendo en su espíritu, el
considerarse casi como un maldito.
Se había
atrevido a acercarse a Jesús porque había oído hablar de El, de lo que enseñaba
pero también de su cercanía con todos y de los milagros que le contaban que
hacía. Se acercó a Jesús con miedo y temor, pero al mismo tiempo casi con una
certeza. ‘Si quieres puedes limpiarme’. Había dado un paso, no se había
quedado a lo lejos, sentía que tenía que hacer algo y se decidió. Y Jesús no lo
había rehuído, no se había puesto a salvo, no se puso ni guantes ni una
mascarilla, se había acercado a él y lo había tocado. ‘Extendió la mano y lo
tocó diciéndole: Quiero, queda limpio’, fueron sus gestos y sus palabras.
Aunque Jesús
le había recomendado que no estuviese contando a nadie lo sucedido, que fuera y
se presentara a los sacerdotes para cumplir con las exigencias de la ley para
poder ser considerado curado y poder volver con los suyos, él no podía callar.
Estaba, es cierto, su atrevimiento, pero todo lo que había sucedido después le
había desbordado; no solo se sentía sano de su enfermedad, lo que ya en sí era
grandioso, sino que Jesús se había acercado a él, le había hablado, había
tenido aquel gesto de extender la mano y tocarle sin miedo a la impureza legal,
era algo que lo sobrepasaba todo. No podía callar.
Había
sucedido algo grandioso, pero todo se había desarrollado en lo sencillo. Habían
sido momentos sorprendentes de la manifestación del poder y de la grandeza de
Dios se había realizado desde los gestos humanos más sencillos. Dios había
llegado al corazón de aquel hombre desde los gestos más sencillos y más
humanos. Era la acogida de Jesús, fue el gesto de tender su mano y de tocarlo.
Allí estaba el amor, allí estaba la humanidad, allí se estaba haciendo presente
Dios. Claro que aquel leproso curado no se podía callar.
Necesitamos
gestos de humanidad. No son acciones mecánicas, no son protocolos burocráticos,
no son normas incluso de higiene o de urbanidad las que nos impongamos las
personas en nuestras relaciones. Hace falta algo más en la vida. Es necesario
aprender a llevar el corazón en la mano. Y no hacen falta cosas ni extrañas ni
extraordinarias, sino en eso pequeño, sencillo, ordinario de la vida de cada
día poniendo humanidad, amabilidad, una sonrisa, una mirada a los ojos, un
ponerte a su lado y a su altura, un facilitar el encuentro o ese decir esa
primera palabra con amabilidad. ‘Extendió la mano y lo tocó’. Y el
leproso curado iría diciendo ‘me tocó con su mano’ porque ese calor de
su mano no lo olvidaría jamás, nunca jamás se enfriaría en su corazón.
Cuántas cosas
sencillas podemos hacer y con ellas cuántas maravillas.
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