Pongamos
la luz de nuestra fe en lo alto, no la escondamos sino que a todos nos ilumine
y que ilumine con la luz de la más hermosa sabiduría a nuestro mundo
2Samuel 7, 18-19. 24-29; Sal 131; Marcos 4,
21-25
Hace pocos
días en el lugar en que vivo, quizás como consecuencia de unos temporales de
viento que nos azotaba, se nos interrumpió la energía eléctrica, nos quedamos a
oscuras. Qué oscura y tenebrosa estaba la casa; aunque pronto buscamos solución
en linternas o velas que nos devolvieran un poco de luz, no encontrábamos el
sitio apropiado para colocarle esas luces auxiliares y nos iluminaran
debidamente. Allá andábamos buscando el lugar apropiado, de alguna manera en
alto, para que aquellos débiles rayos de luz alcanzasen mayor espacio.
Nos puede dar
qué pensar. Con qué facilidad nos podemos quedar sin luz. Y como comprenderéis
ya no me estoy refiriendo solo a esa energía que nos ilumine en la oscuridad o
que haga funcionar tantos aparatos dependientes de esa energía. En los caminos
de la vida nos aparecen oscuridades; los problemas de todo tipo que nos cercan
continuamente, la incertidumbre que se nos pueda meter dentro de nosotros
mismos sobre el mañana, sobre el futuro tantas veces incierto, el consumismo y
el materialismo que nos está invadiendo a todo ritmo, la falta de unos valores
estables que nos den consistencia en la vida para plantearnos sin temores todo
esos retos a los que tenemos que enfrentarnos cada día, las mismas aristas que
en la relación con los demás tantas veces encontramos, algo hondo en nuestra
vida que nos dé profundidad y estabilidad a lo que hacemos o por lo que
luchamos.
Algunas veces
nos parece que nos encontramos sin luz para descubrir salidas y caminos, sin
energía y sin fuerza para mantener nuestra lucha y nuestros esfuerzos por
alcanzas una metas y unos ideales, nos encontramos como dando tumbos. Necesitamos
encontrar esa luz, pero no una luz efímera y que nos pueda fallar, o nos haga
candilejas; una luz que nos dé seguridad, que nos abra a horizontes amplios,
que nos haga ver con claridad, que le dé verdadera trascendencia a nuestra
vida, en la que podamos confiar en todo momento.
Es la fe que
nosotros ponemos en Jesús porque El en verdad es nuestra luz y nuestra salvación;
nada hemos de temer porque El nunca nos fallará. Somos nosotros los que hemos
de saber tener muy presente en nuestra vida esa luz de la fe que nos da sentido
y que nos da valor, que eleva nuestra vida y nos hace caminar con paso firme a
pesar de los temporales de la vida, que nos llena de valores y nos lanza al
mismo tiempo a ser luz para ese mundo que nos rodea.
No podemos
dejar apagar la fe ni que se debilite. Es llama divina en nosotros que viene
alimentada de lo alto, pero que nosotros hemos de cuidar. Es lámpara que
ilumina y que tenemos que saber poner en el centro de nuestra vida para que en
todos y cada uno de sus rincones, en todas y cada una de las facetas de nuestra
vida llegue esa luz que nos haga tener una mirada nueva. Que nada la oscurezca
para que brille con todo resplandor el testimonio de nuestra vida y que ilumine
también a los que caminan a nuestro lado.
Una luz que nos hace tener una mirada distinta a nuestra vida, a lo que hacemos, al mundo que nos rodea y a las personas que caminan a nuestro lado. Una luz que da un valor nuevo a cuanto hacemos, pero una luz que al mismo tiempo nos hace admirar el valor nuevo que los demás también tienen para nosotros.
Comprenderemos la
dignidad y la grandeza de toda persona, aprenderemos a valorar cuanto hace
haciendo resaltar siempre lo positivo, ya para siempre sabremos evitar lo que
pueda ser juicio o condenación del otro porque nos sentimos tan humanos y tan
débiles como él, entraremos en un camino que hacemos juntos sin sentirnos
competidores o contrincantes y donde con generosidad nos tenderemos la mano
para alcanzar juntos las mejores metas.
Pongamos esa
luz en lo alto, no la escondamos. Que nos ilumine y que ilumine con la mejor
luz a nuestro mundo.
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