El
evangelio ha de ser un interrogante al que no le tengamos miedo porque
reconociendo los claroscuros que pudiera haber en nosotros nos haremos más
creíbles para los demás
1Tesalonicenses 2, 9-13; Sal 138; Mateo 23,
27-32
Todos queremos conservar intacta nuestra
imagen; bueno, la imagen que nos hemos creado de nosotros mismos, donde siempre
queremos presentar el lado bonito, pero que no se vean los claroscuros que
pudiera haber. Como anécdota recuerdo siempre a un hombre, que no era muy
agraciado en su cara hay que reconocerlo, pero que él decía de sí mismo que era
bonito y cuando se hacía una fotografía se ponía de perfil de tal forma que no
se vieran las partes de su rostro que no eran tan agraciadas.
Pues un poco así somos aunque no lo
queramos decir en voz alta. Quizás lo que más nos duele de algún error que
hayamos cometido en la vida, no es el error en sí, sino lo que los otros podrán
pensar de él cuando se enteren, la desilusión que se van a llevar porque
siempre nos tuvieron por buenos y nosotros nos aprovechamos de ello presentando
solo ese lado bueno y de evitar esos otros lados oscuros de la propia vida. Es
lo que llamamos el prestigio que tenemos que salvar, el buen nombre que podríamos
tener y por eso quizás damos una apariencia que no refleja lo que en verdad
somos.
Así vamos por la vida llenos de
vanidades, con muchas apariencias que no reflejan la auténtica realidad. Nos
manifestamos grandilocuentes cuando no sabemos decir dos palabras seguidas, por
decirlo de alguna manera; nos queremos presentar fuertes y poderosos, cuando
sentimos tanta debilidad en nuestro interior y tantos miedos que en el fondo
vamos acobardados; ocultamos la timidez que llevamos dentro dando apariencias
de seguridades que no tenemos pero con nuestra prepotencia y con nuestra
autosuficiencia tratamos de disimularlo; queremos presentarnos como personas
muy religiosas y haciendo muchas recomendaciones a los demás de cómo tiene que
ser su religiosidad, cuando nosotros estamos vacíos por dentro y sin ninguna
espiritualidad que merezca la pena.
Y de esto nos encontramos en todas las
facetas de la vida y de la sociedad; y es triste reconocerlo, pero muchas veces
nos encontramos así entre gentes de iglesia y hasta en quienes tienen que ser
dirigentes o formadores de la comunidad cristiana. Cuanto vacío nos encontramos
tantas veces, cuanta palabrería, cuanta fanfarria, cuantas suntuosidades, pero
donde falta algo profundo. Y no nos queremos dar cuenta o tratamos de buscar
disimulos o disculpas.
Hoy Jesús llama sepulcros blanqueados a
aquellos fariseos y maestros de la ley que se quedaban en las apariencias y en
la hipocresía y nada tenían en su interior. Cuando leemos este evangelio nos
damos gusto cargando contra aquellos y hasta nos frotamos las manos, pero no
somos valientes para hacer una lectura donde nosotros nos veamos reflejados en
aquellos personajes y aquellas actitudes que Jesús denuncia en el evangelio.
Tenemos que aprender a mirarnos a nosotros mismos que nos vemos bien reflejados
en esas páginas del evangelio y en esas palabras de Jesús.
Tenemos que examinar la autenticidad de
nuestras vidas y la sinceridad de nuestro vivir. No nos cueste reconocer
nuestras debilidades, nuestras inseguridades, nuestra superficialidad, porque
puede ser el punto de arranque para que siendo conscientes de nuestra condición
nos pongamos en serio a cambiar, a buscar la manera de encontrar esa
espiritualidad profunda que dé sentido a nuestras vidas.
El evangelio tiene que ser un
interrogante para nosotros al que no hemos de tenerle miedo. Con la sinceridad
reconociendo los claroscuros que pudiera haber en nuestra vida nos haremos más creíbles
para los demás, seremos más auténticos.
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