Cuántas
oscuridades llegamos a disipar para que haya verdadera luz en mi vida si no
atesoramos tesoros que llenarían de oscuridad el corazón
2Corintios 11,18.21b-30; Sal 33; Mateo
6,19-23
‘Si, pues, la luz que hay en ti está
oscura, ¡cuánta será la oscuridad!’
Una sentencia de Jesús de gran sabiduría con la que termina el pasaje del
evangelio de hoy. Puede parecer algo contradictorio, ¿cómo puede la luz estar
oscura? Si se entenebrece nuestra mirada que tendría que ser luz, si se
entenebrece nuestro corazón, ¡cuánta será la oscuridad!
‘Lámpara del cuerpo es el ojo’, nos ha dicho antes Jesús pero nuestros ojos se
pueden enturbiar según lo que llevemos dentro de nosotros. Son las cegueras del
alma, las cegueras del espíritu. Nuestros ojos físicos pueden estar sanos o
puede que hayan aparecido las limitaciones que nos pueden provocar cegueras, y
aunque es importante que nuestros ojos tengan luz, que podamos ver claramente
con nuestros ojos, hay otra visión que nace del interior de nosotros que se
puede perturbar, que se puede oscurecer.
Son muchos los filtros oscuros que
ponemos en nuestro corazón. Cómo nos
cegamos cuando el orgullo se mete dentro de nosotros porque hemos recibido un
mal gesto de los demás y cómo ya no veremos a esa persona de la misma manera;
cómo nos dejamos influir por un comentario malicioso que nos hayan hecho de
alguien y ya le tendremos inquina a esa persona de la que yo no pensamos bien y
a la que ya no podremos tragar. La lista de situaciones en ese sentido en que
nos llenamos de oscuridad sería grande.
Pero en el texto del evangelio de hoy
Jesús nos ha estado hablado de los tesoros que metemos en el corazón, o a los
que apegamos el corazón y que también llenarían de oscuridad nuestra vida. Es
la codicia de las riquezas, de los afanes de grandezas y de poder, es la
avaricia de querer acumular por acumular, son tantos apegos a lo material, a lo
económico, a la riqueza, es la vanidad y los deseos de ostentación que aparecen
tantas veces en nuestro corazón. Son esas oscuridades de las que nos quiere hoy
hablar Jesús, esos tesoros a los que se nos apega el corazón.
Somos conscientes de cómo por ese afán
de poseer, esa avaricia o esa codicia del dinero o de la posesión de riquezas
nos puede llevar a obcecarnos tanto que ya no nos importe la vida de nadie. Y
no es solo el ladrón que puntualmente llega y nos arrebata una posesión
nuestra, sino que sabemos cuantas operaciones, cuantas planificaciones se
realizan para justificar en unas ganancias lo que es arrebatarle a los demás
aquello a lo que tienen derecho. Oscuridades de la vida, oscuridades del alma
que nos ciegan.
Jesús claramente nos lo dice. ‘No
atesoréis para vosotros tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los
roen, donde los ladrones abren boquetes y los roban. Atesorad tesoros en el
cielo, donde no hay polilla ni carcoma que se los roen, ni ladrones que abran
boquetes y roban. Porque donde está tu tesoro allí estará tu corazón’.
Es otro el desprendimiento con que
hemos de vivir en la vida; es otra la generosidad que tiene que haber en
nuestro corazón; es un sentido nuevo que he de darle a la posesión de esos
bienes materiales que honradamente con mi trabajo me he ganado para mi sustento
y el de los míos, para lograr vivir con mayor dignidad lejos de la penuria de
la pobreza y de la miseria; pero es también la responsabilidad con que he
desarrollar mis talentos (y aquí entrarían también esos bienes materiales que
poseemos) que son también una riqueza para la vida de los demás.
Lo que Dios ha puesto en tus manos
cuando te ha dotado de unos valores no es solo para ti mismo, sino también está
en función del desarrollo de nuestro mundo. Ni me encierro en mí mismo ni me
encierro en la posesión de mis cosas, sino que he de tener una apertura nueva
en mi corazón para beneficiar también a cuantos me rodean. Entonces habrás
disipado muchas oscuridades para que haya verdadera luz en tu vida.
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