Inundemos
con el perfume de nuestra fe la sala del banquete de la vida sabiendo vivir en
el seno familiar la presencia del Señor como el perfume de María de Betania
Isaías 42, 1-7; Sal 26; Juan 12, 1-11
Las normas más elementales de
educación, de urbanidad, de buenas maneras nos señalan que a quien recibimos en
nuestra casa, no lo dejamos a la puerta como si fuera un desconocido sino que
lo hacemos pasar; según sea la confianza y el grado de amistad que se tenga lo
recibimos formalmente en lo que llamamos la sala de recibir, o lo pasamos si
hay más confianza a lugares más comunes de la casa; igualmente le ofrecemos si
quiere tomar algo como un gesto de acogida y si fuera en horas de comida según
sea el respeto o la confianza lo invitamos también a sentarse a nuestra mesa.
Es la acogida y la hospitalidad; son las buenas maneras y el respeto que nos
merece la persona.
En los pueblos antiguos era usual el
ofrecer agua para lavarse y para tomar, lo que nos parecer natural dadas las
condiciones y la precariedad de calzadas y caminos, y el polvo y suciedad que
se iba recibiendo al caminar; pero junto a ello se podía ofrecer también un
perfume – y pensemos en lo dados a los perfumes que son los pueblos orientales
para situarnos en el hecho que nos presenta hoy el evangelio – que podía hacer
más agradable la presencia de la persona que llegaba sudorosa del camino y vete
a saber con qué olores.
El episodio que hoy nos presenta el
evangelio nos trae a la memoria otro hecho similar, cuando aquella mujer
pecadora se atrevió a meterse en la sala del banquete que se le ofrecía a Jesús
en la casa de Simón, el fariseo, y lavando los pies con sus lágrimas se los
ungía al tiempo con perfume. Ya recordamos como Jesús poco menos que le echa en
cara a Simón que no ha cumplido con las leyes de la hospitalidad porque ni le
había ofrecido agua ni tampoco lo había ungido con perfumes, como hacia en
aquel momento aquella mujer.
Dos episodios con unos gestos
semejantes, pero que sin embargo tienen sus diferencias, pues si entonces había
sido una mujer pecadora que le mostraba su amor lleno de arrepentimiento a Jesús
con aquellos signos, ahora es María, la hermana de Lázaro al que Jesús había
resucitado recientemente, la que expresaba con aquel carísimo perfume el
agradecimiento por la obra del Señor en sus vidas.
Vemos cómo por medio se tergiversan las
intenciones cuando Judas comentaba que aquel dinero del perfume se podría haber
dado para los pobres, pero a lo que Jesús responde haciendo referencia de aquel
perfume con la unción con perfumes que habría de recibir después de su muerte.
Más tarde veremos a una María y a unas buenas mujeres acudir al sepulcro en el
primer día de la semana pensando en realizar las unciones preceptivas que no habían
podido realizar en la tarde del viernes por adelantarse la hora de la
parasceve, de la preparación de la cena pascual.
Y aquí andamos nosotros también en
momentos de preparación a la celebración del triduo pascual, en la pasión,
muerte y resurrección del Señor. Este año, si queremos verlo así, con unas características
especiales si queremos verlo así, por los momentos que vivimos; quizá en otras
ocasiones en nuestras comunidades andábamos muy agobiados en estos días con la
preparación de muchas cosas, pero que quizás, hemos de reconocerlo, nos podían
distraer en cosas secundarias de lo que era lo principal. Más preocupados
andábamos de la preparación de nuestros templos y de sus adornos, ya fuera para
el monumento del Jueves Santo, como para las procesiones que se realizaban.
Pero ¿qué era lo que en verdad había que preparar?
Ese año ha de predominar la austeridad
de tal manera que no habrá ninguna manifestación externa y no se podrán tener
las celebraciones con la asistencia de los fieles. Para algunos pudiera ser
como un escándalo que nos disperse y nos pueda hacer olvidar del todo los días
en que estamos; alguien me decía en su confusión, no hay semana santa. Una
oportunidad, sin embargo, para que busquemos la vivencia honda que en la
soledad de nuestros hogares tendríamos que saber encontrar, un motivo también
para que esos momentos los tengamos en un sentido de comunidad familiar,
verdadera iglesia doméstica, que vive y celebra el misterio del Señor.
Yo diría que es el perfume costoso – y
no lo digo por el sentido del dinero sino por lo que nos puede costar el
esfuerzo – que hemos de saber preparar para vivir estos días nuestra fe desde
el ámbito familiar. Una de las cosas positivas que algunos nos están ayudando a
reflexionar sobre lo que estamos viviendo estos días es el hecho de la profundización
en el encuentro familiar, cuando obligatoriamente tenemos que estar juntos en
familia.
Pues a eso positivo le podemos dar aún
mayor hondura cuando llegamos a saber poner en el centro de nuestro hogar, en
el seno más íntimo y profundo de la familia la presencia del Señor y la celebración
de nuestra fe. Qué hermoso perfume tiene que brotar de nuestras familias unidas
en una misma fe y que tendría que difundirse, como se difume la intensidad del
olor de un perfume, entre todos los que nos rodean.
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