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lunes, 6 de abril de 2020

Inundemos con el perfume de nuestra fe la sala del banquete de la vida sabiendo vivir en el seno familiar la presencia del Señor como el perfume de María de Betania



Inundemos con el perfume de nuestra fe la sala del banquete de la vida sabiendo vivir en el seno familiar la presencia del Señor como el perfume de María de Betania

Isaías 42, 1-7; Sal 26; Juan 12, 1-11
Las normas más elementales de educación, de urbanidad, de buenas maneras nos señalan que a quien recibimos en nuestra casa, no lo dejamos a la puerta como si fuera un desconocido sino que lo hacemos pasar; según sea la confianza y el grado de amistad que se tenga lo recibimos formalmente en lo que llamamos la sala de recibir, o lo pasamos si hay más confianza a lugares más comunes de la casa; igualmente le ofrecemos si quiere tomar algo como un gesto de acogida y si fuera en horas de comida según sea el respeto o la confianza lo invitamos también a sentarse a nuestra mesa. Es la acogida y la hospitalidad; son las buenas maneras y el respeto que nos merece la persona.
En los pueblos antiguos era usual el ofrecer agua para lavarse y para tomar, lo que nos parecer natural dadas las condiciones y la precariedad de calzadas y caminos, y el polvo y suciedad que se iba recibiendo al caminar; pero junto a ello se podía ofrecer también un perfume – y pensemos en lo dados a los perfumes que son los pueblos orientales para situarnos en el hecho que nos presenta hoy el evangelio – que podía hacer más agradable la presencia de la persona que llegaba sudorosa del camino y vete a saber con qué olores.
El episodio que hoy nos presenta el evangelio nos trae a la memoria otro hecho similar, cuando aquella mujer pecadora se atrevió a meterse en la sala del banquete que se le ofrecía a Jesús en la casa de Simón, el fariseo, y lavando los pies con sus lágrimas se los ungía al tiempo con perfume. Ya recordamos como Jesús poco menos que le echa en cara a Simón que no ha cumplido con las leyes de la hospitalidad porque ni le había ofrecido agua ni tampoco lo había ungido con perfumes, como hacia en aquel momento aquella mujer.
Dos episodios con unos gestos semejantes, pero que sin embargo tienen sus diferencias, pues si entonces había sido una mujer pecadora que le mostraba su amor lleno de arrepentimiento a Jesús con aquellos signos, ahora es María, la hermana de Lázaro al que Jesús había resucitado recientemente, la que expresaba con aquel carísimo perfume el agradecimiento por la obra del Señor en sus vidas.
Vemos cómo por medio se tergiversan las intenciones cuando Judas comentaba que aquel dinero del perfume se podría haber dado para los pobres, pero a lo que Jesús responde haciendo referencia de aquel perfume con la unción con perfumes que habría de recibir después de su muerte. Más tarde veremos a una María y a unas buenas mujeres acudir al sepulcro en el primer día de la semana pensando en realizar las unciones preceptivas que no habían podido realizar en la tarde del viernes por adelantarse la hora de la parasceve, de la preparación de la cena pascual.
Y aquí andamos nosotros también en momentos de preparación a la celebración del triduo pascual, en la pasión, muerte y resurrección del Señor. Este año, si queremos verlo así, con unas características especiales si queremos verlo así, por los momentos que vivimos; quizá en otras ocasiones en nuestras comunidades andábamos muy agobiados en estos días con la preparación de muchas cosas, pero que quizás, hemos de reconocerlo, nos podían distraer en cosas secundarias de lo que era lo principal. Más preocupados andábamos de la preparación de nuestros templos y de sus adornos, ya fuera para el monumento del Jueves Santo, como para las procesiones que se realizaban. Pero ¿qué era lo que en verdad había que preparar?
Ese año ha de predominar la austeridad de tal manera que no habrá ninguna manifestación externa y no se podrán tener las celebraciones con la asistencia de los fieles. Para algunos pudiera ser como un escándalo que nos disperse y nos pueda hacer olvidar del todo los días en que estamos; alguien me decía en su confusión, no hay semana santa. Una oportunidad, sin embargo, para que busquemos la vivencia honda que en la soledad de nuestros hogares tendríamos que saber encontrar, un motivo también para que esos momentos los tengamos en un sentido de comunidad familiar, verdadera iglesia doméstica, que vive y celebra el misterio del Señor.
Yo diría que es el perfume costoso – y no lo digo por el sentido del dinero sino por lo que nos puede costar el esfuerzo – que hemos de saber preparar para vivir estos días nuestra fe desde el ámbito familiar. Una de las cosas positivas que algunos nos están ayudando a reflexionar sobre lo que estamos viviendo estos días es el hecho de la profundización en el encuentro familiar, cuando obligatoriamente tenemos que estar juntos en familia.
Pues a eso positivo le podemos dar aún mayor hondura cuando llegamos a saber poner en el centro de nuestro hogar, en el seno más íntimo y profundo de la familia la presencia del Señor y la celebración de nuestra fe. Qué hermoso perfume tiene que brotar de nuestras familias unidas en una misma fe y que tendría que difundirse, como se difume la intensidad del olor de un perfume, entre todos los que nos rodean.

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