Seamos capaces de abrir los ojos y los oídos del corazón para dejarnos encontrar por el Señor, como lo hizo Saulo de Tarso
Hechos 22,3-16; Sal. 116; Marcos 16,15-18
A
la gente le cuesta creer que se pueda cambiar y que se pueda cambiar
de una manera radical. Quizás desde nuestra propia experiencia
personal en que vemos cuánto nos cuesta superarnos, corregir aquel
defecto o mala costumbre, ser mejores en cosas que reconocemos que no
hacemos bien; o quizá observando a muchos en nuestro entorno que se
envician con determinadas cosas y ya viven como esclavizados para
siempre, desde el que quiere dejar de fumar y le cuesta horrores
dejar el cigarrillo, o desde el que se acostumbra a la bebida
llegando a límites que ya superan lo normal y que siempre tendrá
una disculpa para otra copita o para decir que ya mañana
comenzaremos, y no digamos nada los que se esclavizan con el mundo de
las drogas donde tantos dramas estamos viendo cada día y podríamos
mencionar muchas cosas más desde nuestras propias pasiones
personales desordenadas. Y son también las rutinas de la vida, en
nuestras manías, de las que no terminamos de arrancarnos.
Claro
tenemos experiencias negativas que entonces nos cuesta creer que
alguien sí pueda cambiar su vida y de forma radical. Necesitaríamos
ejemplos palpables delante de nuestros ojos que fueran un testimonio
positivo que nos ayudará a comprender nuestras propias situaciones,
pero también a aceptar el cambio que puedan realizar los demás.
Cuando
entramos en el orden de lo religioso si no tenemos unas vivencias más
o menos profundas de nuestra fe fácilmente entremos en el mundo de
los recelos cuando de la noche a la mañana vemos a alguien que
comienza a vivir de otra manera, se manifiesta más profundamente
religioso o lo vemos muy comprometido con la Iglesia. Somos
desgraciadamente desconfiados, queremos ver con demasiada facilidad
segundas intenciones en lo que hace la gente y lo mismo nos
cuesta aceptar la sinceridad de tales personas que cambian su vida,
quizá porque nosotros simplemente muchas veces nos dejamos arrastrar
por nuestras rutinas y no llegamos a algo profundo en nuestra vida.
Pero
es cierto, hemos de reconocerlo, que en un momento determinado hay
algo que nos hace cambiar; una palabra que escuchamos y que nos
plantea interrogantes interiores, un acontecimiento extraordinario
que nos impacta y nos hace reflexionar, el testimonio positivo de
otras personas a nuestro lado, o las mismas cosas de cada día en que
normalmente no nos fijamos pero que en un momento dado nos llaman la
atención y nos hacen preguntarnos por cosas fundamentales de la
vida.
Quizá
algo que contemplamos, escuchamos o vivimos en un momento
determinado, pero que entonces quizás no nos dijo nada, pero
eso quedó en nuestro interior y fuimos rumiándolo hasta que un dia
nos dimos cuenta de la verdad que contenían y encontramos una luz
nueva para nuestro actuar y nuestro existir. Son llamadas que vamos
recibiendo en la vida, a las que a veces no estamos atentos, pero que
otras veces suenan fuerte dentro de nosotros y nos hacen plantearnos
un nuevo sentido de vida.
Hoy
estamos celebrando uno de esos cambios de gracia que también nos
repercuten en nuestra vida. Lo llamamos conversión. Fue la
conversión de Saulo en el camino de Damasco, como hemos escuchado en
el relato de los Hechos de los Apóstoles. Sería luego san Pablo,
uno de los Apóstoles del Señor, que aunque no fuera de los que
siguieron a Jesús por aquellos caminos de Palestina, se convertiría
en el gran Apóstol misionero del Evangelio en aquel mundo antiguo,
podríamos decir, a lo largo y ancho del Mediterráneo.
¿Qué
fue lo que le sucedió? Había sido un enemigo acérrimo del nombre
de Jesús, de su evangelio y de cuántos seguían el camino de Jesús.
Con cartas de las autoridades de Jerusalén iba a Damasco en búsqueda
de esos seguidores de Jesús para llevarlos presos a Jerusalén. Pero
Jesús le salió al encuentro. No nos entretenemos ahora en los
detalles que escuchamos detalladamente en el texto de los Hechos o de
las mismas cartas de San Pablo.
Tras
aquel encuentro su vida cambió, como solemos decir, se cayó del
caballo, aunque en el texto sagrado no se habla de ningún caballo,
pero es una expresión de la caída de su pedestal de orgullo e
intransigencia tras ese encuentro con Jesús. Su vida cambió, de
perseguidor intransigente se convirtió en Apóstol y misionero
anunciando el nombre de Jesús. Mucho podríamos ahora hablar de su
vida, de sus viajes, de sus escritos, las cartas apostólicas que
tenemos recogidas en la Biblia y que escuchamos en su proclamación
en la Iglesia como Palabra de Dios para nosotros.
No
se trata de hacer una exégesis de su vida, sino que desde su
testimonio de conversión mirarnos a nosotros mismos para ver la
respuesta que hemos de dar a tantas llamadas que nos hace el Señor.
Nos cuesta responder, nos cuesta cambiar, nos cuesta dejarnos
conducir por el Espíritu del Señor. Necesitamos a aprender a
responder a su gracia, a su llamada de amor y dejarnos encontrar por
el Señor. Desde ese encuentro vivo nuestra vida sería bien
distinta, el testimonio que tendríamos que dar sería muy valioso.
¿Seremos capaces de abrir los ojos y los oídos del corazón para
dejarnos encontrar por el Señor, como lo hizo Saulo de Tarso?
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